Publicado en El Nacional
Por: Simón Alberto Consalvi
Venezuela fue el primer país que visitó Castro después del triunfo de la revolución cubana. El fallecido editor adjunto de El Nacional, Simón Alberto Consalvi, fue testigo de excepción de los encuentros y desencuentros del líder cubano con los presidentes Rómulo Betancourt y Carlos Andrés Pérez.
En 1898, Cuba pasó de las manos de España a las de Estados Unidos. Alrededor de 70 años después de la independencia de todas las colonias, sólo a Cuba y Puerto Rico el gobierno español les negaba su soberanía en el Nuevo Mundo, así como a Filipinas en el oriente. Fue uno de los más graves errores de España. Estados Unidos decidió respaldar a los independentistas cubanos, pero para quedarse como nueva metrópoli.
Victoriosos, los norteamericanos asumieron el poder en la isla e iniciado el proceso de transición, al aprobarse la primera Constitución de la República, impusieron como anexo a la carta magna la llamada Enmienda Platt, según la cual se limitaba la soberanía de Cuba, se imponían ciertas condiciones y se le otorgaba a Estados Unidos la facultad de intervenir militarmente cuando lo juzgaran necesario. Así comenzó la independencia y la historia cubana del siglo XX. Una metrópoli decadente y lejana fue suplantada por un imperio agresivo y emergente. Cuba fue el conejillo de Indias de Estados Unidos.
La Enmienda Platt se prolongó durante tres décadas y resultó Cuba el país latinoamericano con menos años de independencia. Se sucedieron presidentes de paja. En 1925 Gerardo Machado fue elegido presidente y alteró la Constitución de 1901 para hacerse reelegir. Maniobró, se impuso y continuó en el poder contra viento y marea. El poeta Rubén Martínez Villena lo bautizó como “asno con garras”.
El 12 de agosto de 1933, Machado fue derrocado en medio de grandes desórdenes y violencias, y ascendió al poder Carlos Miguel de Céspedes, pero sólo por un mes. El 4 de septiembre, el Directorio Revolucionario integrado por líderes universitarios como Ramón Grau San Martín pactó con un movimiento de sargentos encabezado por Fulgencio Batista y Zaldívar. Grau fue designado presidente y el sargento, ascendido a general, jefe de las Fuerzas Armadas. Este gobierno apenas sobrevivió cien días. El sargento Batista se quedó con todo el poder.
En 1934 se puso punto final a la Enmienda Platt. Tarde en el siglo. A partir de entonces, Batista se convirtió en el hombre fuerte de Cuba, siendo alternativamente presidente constitucional desde 1940 a 1944, y dictador desde 1952, cuando derrocó al presidente Carlos Prío Socarrás.
Fidel Castro se rebeló contra Batista, primero con el asalto al Cuartel Moncada el 26 de julio de 1953 y luego con la invasión del Granma el 2 de diciembre de 1956. El 1° de enero de 1959, Batista huyó a República Dominicana y Fidel Castro y sus guerrillas entraron triunfantes a La Habana dispuestos a vengarse del imperio español, del imperio norteamericano, de las dictaduras y de todo el mundo.
Fidel en Caracas, a los 23 días del triunfo
El 1° de enero de 1959, mientras el dictador Batista huía a República Dominicana, Fidel Castro y el ejército rebelde ocupaban la ciudad de La Habana. Los soldados de Batista abandonaron los cuarteles que fueron ocupados por los guerrilleros para no salir más. Al poco tiempo se iniciaron los fusilamientos de militares y espías del antiguo régimen.
El 4 de enero el gobierno de la revolución fue reconocido por Venezuela y el 6 por Estados Unidos. El 24 de enero, apenas 23 días después de su triunfo, Fidel Castro vino a Caracas. Una multitud lo recibió en Maiquetía y se movilizó con él hasta la plaza O’Leary de El Silencio, donde pronunció un largo discurso. Luego fue recibido por el Congreso, donde habló de nuevo y fue saludado en nombre del Parlamento por el diputado Domingo Alberto Rangel con un discurso que impresionó a tirios y troyanos. Al caer la tarde otro acto multitudinario tuvo lugar en el Aula Magna de la Ciudad Universitaria.
Con Betancourt no hubo empatía. En las últimas horas del mismo 24 de enero, un día verdaderamente largo, Fidel Castro se reunió con el presidente electo Rómulo Betancourt en la quinta Mary-Mar, en la carretera vieja de Baruta, que le servía de residencia. En el pequeño patio de la casa, aislado por cristales, ambos personajes conversaron durante dos horas y veinte minutos. Sólo hubo un testigo presente, Francisco Pividal, quien luego fue embajador en Caracas. En el momento, ninguno de los tres reveló los pormenores del diálogo. Tiempo después, Betancourt refirió que Castro le había solicitado un préstamo de 300 millones de dólares.
Cuando el presidente electo le respondió que el Tesoro Público estaba exhausto, el líder cubano le solicitó el suministro de petróleo en condiciones favorables. Ni que Betancourt lo hubiera deseado, aquello era imposible. Simplemente, el petróleo lo manejaban las compañías concesionarias y para complacer a Castro el gobierno nacional habría tenido que adquirirlo de las compañías a precios internacionales. Del encuentro, el líder cubano salió con las manos vacías. Betancourt fue el único venezolano que no se rindió al magnetismo del guerrillero victorioso. Ambos se dieron la mano a sabiendas de que era la primera y última vez que lo harían.
Un acompañante de Fidel, entonces reportero y con el tiempo escritor famoso, Guillermo Cabrera Infante, ratificó lo dicho por Betancourt en su libro Cuerpos divinos, memorias de la naturaleza humana, historia, letras, erotismo, política. Este es el relato: “Reunidos en la embajada lo oí cuando se preparaba para visitar a Rómulo Betancourt, lleno de esperanza, casi diciendo a sus íntimos (entre los que me hallaba forzosamente) que de esa entrevista dependía el futuro de Cuba. Pero otra fue la historia cuando regresó a la misma embajada: venía furioso. Se dice que Fidel Castro trató de negociar un acuerdo petrolero con Venezuela, pero que Rómulo Betancourt se negó, sobre todo, a las proposiciones antiamericanas que le hizo Fidel Castro”.
El imperio le da la espalda a Cuba
Un libro del presidente Harry S. Truman, Where the Buck Stops, puede considerarse como una excelente guía para aventurarse al mundo secreto de la política estadounidense. En resumen, Donde la responsabilidad se detiene es un libro grato. En sus páginas alientan agudezas memorables. Truman conocía la historia a fondo y tenía no sólo agudeza y sentido del humor, sino también un estilo espontáneo, fluido, en el que la anécdota sirve de marco al juicio o a la polémica.
La mayor parte de los textos de Where the Buck Stops tiene que ver con los presidentes de Estados Unidos, desde Washington hasta Eisenhower. Grandes presidentes, presidentes nulos (navegantes de la oscuridad) y los generales como presidentes. Truman era definitivamente antimilitarista. Lo que pensaba Truman de los militares metidos a políticos se trasluce en su capítulo «Why I Don’t Like Ike» (por qué no le gustaba Eisenhower). Es el capítulo más sarcástico de todos, el más venenoso.
Truman escribió que Eisenhower no sabía nada cuando entró en la Casa Blanca y salió de allí igualmente ignorante. Pero fue el instrumento indicado para anular todo el progreso social logrado en Estados Unidos durante la Presidencia de Franklin Delano Roosevelt. Privatizó vastos recursos naturales, el petróleo entre ellos. Sólo a Eisenhower pudo ocurrírsele, dice Truman, llevar a la Vicepresidencia a un hombre como Richard Milhous Nixon. «Esto habla por sí mismo y me ahorraré comentarios adicionales», señala Truman, quien prefería no mencionar para nada a Nixon.
Siempre pensé, como otros latinoamericanos, que Estados Unidos –en concreto, la administración Eisenhower– había tenido gran responsabilidad, por sus políticas intransigentes, en la vinculación creciente entre Cuba y la Unión Soviética. Esta percepción tuvo vigencia en los inicios de la década de los sesenta, pero se fue desdibujando a medida que esa vinculación se profundizaba, se hacía prácticamente irreversible y nadie más se ocupó de sus orígenes. No recuerdo haber encontrado ningún testimonio norteamericano de jerarquía sobre esta percepción. Lo encuentro en este capítulo «Why I Don’t Like Ike» de Harry Truman, testigo, sin duda, de excepción.
Vale la pena transcribir el texto, por ser cuestión polémica: «Hace poco fui entrevistado por un joven que estaba preparando un programa de televisión y él me preguntó qué opinaba sobre la falta de acción de parte de Eisenhower con respecto a Castro. No escatimé palabras entonces y no voy a escatimar palabras sobre ese tema en este libro. Le dije al joven que la falta de acción era una característica de Eisenhower como presidente porque había demostrado ser un estúpido hijo de puta cuando se quitó el uniforme, y que una de las cosas más estúpidas que ocurrió durante su gobierno fue ignorar a Castro, cuando existía una buena posibilidad (y estoy seguro de que había una buena posibilidad) de ponerlo de nuestro lado en lugar del de Rusia.
«Dije que si todavía hubiera sido presidente cuando Castro comenzó esa revolución contra Batista y ganó, hubiera agarrado el teléfono y hecho amistad con él, le hubiera ofrecido ayuda financiera y otros tipos de ayuda para sacar a Cuba de apuros. No pienso ni por un minuto que en ese momento Castro fuera decididamente pro ruso; pienso que se volcó hacia Rusia porque cuando miró hacia nosotros todo lo que pudo ver fue gente dándole la espalda. Yo le hubiera dicho: ‘Escucha, Fidel, vente a Washington y hablemos’. A lo mejor le hubiera sugerido que se cortara el pelo y tomara una buena ducha antes de venir, pero, hablando en serio, me hubiera asegurado de que tuviéramos una reunión sensata y de que buscáramos soluciones a los problemas, y no nos estaríamos preocupando desde entonces sobre lo que se está cocinando entre los cubanos y los rusos en esa isla, a sólo noventa millas de Florida».
El comunismo de Fidel y Rusia en el mar Caribe
Los errores de Estados Unidos, la penetración económica de Cuba, la incomprensión frente a las solicitudes de Castro referidas por Harry Truman y percibidas por John Kennedy, tuvieron un desenlace que no fue imaginado y en el cual no fueron previstos los diabólicos desenlaces del destino. De la noche a la mañana, Cuba amaneció como otro satélite no ubicado en la Europa que cercaba la cortina de hierro, sino en el Caribe remoto, a pocas millas del enemigo. De cómo Cuba se refugió en el Kremlin es una historia que no se puede improvisar, baste decir que es una de las grandes historias del siglo XX y que tuvo tan inverosímiles desenlaces como la Crisis de los Cohetes de hace este octubre 50 años. Esta historia puede tener varios capítulos: España, Estados Unidos, Rusia, Venezuela.
Una historia que corre paralela al proceso de cómo Fidel Castro se hizo comunista, ya en el poder, habiendo estado siempre en la acera de enfrente. Quienes por aquellos tiempos vivíamos en Cuba sabemos que el Partido Comunista lo atacaba de modo sistemático. No obstante, vale la pena invocar el testimonio de Eric Hobsbawm en su Historia del siglo XX. «Fidel ganó, dice el historiador marxista, porque el régimen de Batista era frágil, carecía de apoyo real, excepto del nacido de las conveniencias y los intereses personales, y estaba dirigido por un hombre al que un largo período de corrupción había vuelto ocioso». Sí, por eso, pero sobre todo porque el Directorio Revolucionario asumió la guerra en La Habana, asaltó el palacio presidencial y terminó erosionando la dictadura.
Escribe Eric Hobsbawm: “Aunque radical, ni Fidel ni sus camaradas eran comunistas, ni (a excepción de dos de ellos) admitían tener simpatías marxistas de ninguna clase. De hecho, el Partido Comunista cubano, el único partido comunista de masas en América Latina, aparte del chileno, mostró pocas simpatías hacia Fidel hasta que algunos de sus miembros se le unieron bastante tarde en su campaña. Las relaciones entre ellos eran glaciales. Los diplomáticos estadounidenses y sus asesores políticos discutían continuamente si el movimiento era o no pro comunista –si lo fuera, la CIA, que en 1954 había derrocado un gobierno reformista en Guatemala, sabría qué hacer–, pero decidieron finalmente que no lo era”.
Sin embargo, anota Hobsbawm, todo empujaba al movimiento castrista al comunismo, su propia dinámica radical, expropiaron innumerables empresas, aplicaron la pena de muerte y auspiciaban, por ejemplo, las insurrecciones guerrilleras armadas. El anticomunismo del senador McCarthy, observa el historiador, hizo que los jóvenes antiimperialistas latinoamericanos miraran a Marx con simpatía y la Guerra Fría se encargó del resto. La Unión Soviética, finalmente, puso las condiciones de la gran alianza. La Enmienda Platt con otro nombre.
Fidel en guerra contra la democracia venezolana
Quizás Fidel Castro malinterpretó a Rómulo Betancourt, pero este no se engañó con el caudillo naciente. Fue el único venezolano que no sucumbió ni a la simpatía ni a la aureola y el furor que Fidel y su mitología desataban en América Latina antes, incluso, de su victoria. La entrevista de Herbert Matthews en The New York Times lo había proyectado en el mundo. El mal sabor de la entrevista con el presidente electo de Venezuela no se le quitó nunca de la mente al doctor Castro. Pensó que Betancourt le había negado los 300 millones de dólares y el suministro petrolero por simple incomprensión o falta de solidaridad con la revolución y con Cuba. No fue así. Betancourt simplemente no estaba en condiciones de erogar unos recursos económicos de los cuales no disponía y un petróleo que habría tenido que pagar a las compañías trasnacionales para enviarlo a Cuba, bajo alguna forma de subsidio.
Concluida la conversación, ambos se reunieron con los que estábamos allí. Betancourt no podía disimular, nunca lo hacía, una cierta incomodidad con el arrollador talante del visitante.
No sé si del malentendido nació la guerra de Cuba contra Venezuela, pero al poco tiempo Fidel Castro se lanzó contra la naciente democracia venezolana, fuerte y sólida. Probablemente entendía que sería o podría ser una mala referencia para el sistema que deseaba implantar en Cuba. La historia no sólo se olvida con frecuencia, sino que se desconoce de manera inexplicable por parte de quienes pretenden transitarla.
Un hecho casi absurdo reportó El Nacional en la misma página de ese 25 de enero de 1959 donde quedó registrada la entrevista Betancourt-Castro. El ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, el sociólogo Roberto Agramonte, declaró que su país no reconocería a la Unión Soviética. Cuba le declaró la guerra a la democracia venezolana y fue uno de los más graves errores de Fidel Castro, porque contribuyó a su aislamiento. En nuestro país la aventura causó innumerables muertos y dejó heridas abiertas.
Si las consecuencias fueron funestas para Cuba, no lo fueron menos para Venezuela. Dividió a la juventud del país, lanzó a las guerrillas artificiosamente creadas a quienes tenían las mejores perspectivas en la lucha política. Betancourt resistió el asedio, tanto de la izquierda como de la reacción militarista.
La Crisis de los Cohetes
Truman no imaginó lo que, en efecto, «se iba a cocinar en Cuba», aquella precatástrofe que se conoció como la Crisis de los Cohetes, que puso al mundo al borde de una conflagración mundial. El presidente John F. Kennedy se inauguró con el fiasco de la invasión a Cuba, que no tuvo, al parecer, tiempo de revisar ni tampoco de detener. Nadie lo sabe. Atravesó la tempestad durante la Crisis de los Cohetes soviéticos que estalló en octubre de 1962 y se prolongó por diez días de terror. Tuvo encuentros turbulentos con el primer ministro soviético Nikita Kruschov y actuó con tanta decisión que el Kremlin no tuvo otra opción que retirar el arsenal nuclear del territorio cubano.
El 14 de octubre de 1962 Estados Unidos descubrió que la Unión Soviética había instalado una serie de bases de cohetes nucleares en la isla. El mundo, se ha dicho mil y una veces, estuvo a punto de la catástrofe más inverosímil de la historia. Cuando trece días después el Kremlin anunció el retiro de los 42 cohetes, el mundo respiró con tranquilidad, pero quedó una lección indeleble sobre el aventurerismo del premier ruso destituido tiempo después. La URSS negoció con Estados Unidos sin consultar a Castro y esto dejó huellas tan profundas que Cuba no volvió a confiar más en el Kremlin.
En 1960 Kennedy publicó su libro The Strategy of Peace, en cuyas páginas percibía las turbulencias generadas por le Revolución cubana. Una especie de manifiesto de política internacional de un aspirante a la Presidencia de Estados Unidos. De las referencias a América Latina, copio estas palabras:
«El desarrollo amargo, airado, apasionado, de la Revolución cubana demuestra que las playas del hemisferio americano y de las islas del Caribe no son inmunes a las ideas y fuerzas que causan tormentas semejantes en otros continentes. Tal como nosotros redescubrimos nuestro propio pasado revolucionario a fin de comprender el espíritu y la significación de las insurgencias anticoloniales en Asia y África, debemos releer la vida de Simón Bolívar, el Libertador y, algunas veces, dictador, de América del Sur, para apreciar el nuevo contagio por la libertad y las reformas que ahora se generaliza al sur de nuestras fronteras.
«No sabemos si Castro hubiera tomado una orientación más racional después de su victoria, si el gobierno de Estados Unidos no hubiera respaldado tan largo tiempo y sin criticarlo al dictador Batista, y se le hubiera dado al fiero rebelde una acogida más calurosa en su hora de triunfo, especialmente durante su viaje a este país, de eso no estamos seguros.
«Pero Cuba no es un caso aislado. Nosotros todavía podemos expresar preocupación por la libertad y nuestra oposición al statu quo en las relaciones con otros dictadores que ahora, o en el futuro, traten de suprimir las aspiraciones de sus pueblos. Nosotros podemos tomar las decisiones largamente demoradas y requeridas para permitir que las olas revolucionarias que sacuden a América Latina se canalicen a través de canales relativamente pacíficos, orientadas hacia las tareas constructivas que tenemos a mano».
Así pensaba Kennedy antes de ser presidente. Ya en la Casa Blanca, postuló la Alianza para el Progreso en 1961 como respuesta a esa ira y a esa frustración de los pueblos capitalizados por Fidel Castro. Se trataba de un vasto conjunto de programas multilaterales destinados a combatir la pobreza y las desigualdades. En la Conferencia de Punta del Este se aprobó la Carta de la Alianza. Los países de América Latina se comprometieron a aportar 80 millardos de dólares en 10 años y Estados Unidos a contribuir con 20%. Abogaba por los sistemas democráticos, por la distribución equitativa del ingreso, la reforma agraria y la planificación social. Pero, como observó Abraham Lowenthal en un análisis de la Alianza, «al final de la década de los sesenta, Estados Unidos se comprometió en la Guerra de Vietnam y poco después entró en el ocaso». Y entró en el ocaso para siempre.
«La crisis de los misiles –escribió Arthur Schlesinger– no fue sólo el momento más peligroso de la Guerra Fría, fue el momento más peligroso de toda la historia de la humanidad». Kennedy la resolvió con decisión y cautela, y Nikita Kruschov entró en razón. El historiador recuerda también que en 1963 Kennedy abogó por la distensión de la Guerra Fría al establecer una línea directa entre la Casa Blanca y el Kremlin. Con la muerte de Kennedy se perdió un gran presidente. Pero también algo más. Lo piensa con su gran autoridad, el propio Schlesinger: «Puede que lo que se haya perdido fuera una visión de Estados Unidos como una república humana, racional y democrática que trabajaba junto con otros países, y con las Naciones Unidas y las instituciones internacionales, para promover la democracia, los derechos humanos y la paz».
Venezuela y Cuba, amigos otra vez
Entre las especies que se lanzaron al aire en la campaña presidencial de 1973 hubo una según la cual, de ganar Carlos Andrés Pérez, resurgiría el clima de guerra entre Cuba y Venezuela. Elegido Pérez, una tarde me dijo: «Tienes que irte a La Habana». Música para mis oídos, porque nada me seducía tanto como un viaje a la isla fascinante y su capital, donde había pasado parte de mi exilio y conservaba amigos y amigas muy queridas. Tenía que ir a Panamá. Allí el general Torrijos me proveería de un avión. En La Habana tenía que decirle al comandante Castro que no había ánimo belicoso, sino deseo de parte del nuevo presidente de tener unas relaciones respetuosas y normales.
Torrijos, además de ofrecerme algunos de sus tabacos, me puso en contacto con Norberto Hernández Curbelo, representante de Cuba en ese país. El general me recibió en pijamas, era tarde en la noche. Me impresionó la simplicidad de su casa, pero sobre todo el detalle de que unas preciosas piezas precolombinas servían para trancar las puertas. Me reuní con Norberto. Mientras yo hablaba, él me miraba con incredulidad y desconfianza. Lo percibí, pero no me interesaba tanto persuadirlo como dejar el mensaje. Así fue. Desde entonces, somos buenos y francos amigos.
Mi viaje a La Habana se frustró por alguna demora: el avión venía de Estados Unidos con retraso y como yo figuraba en el gabinete tenía que volver para juramentarme. Se interpuso un conflicto de tiempo: debía regresar a Caracas para la gran ceremonia, pero antes (debo recordarlo) tuve que renunciar a mi cargo en El Nacional, lugar donde solía asilarme cuando la política me daba sus feas espaldas. Por una de mis grandes desgracias personales tuve que viajar a Nueva York. Fui designado embajador en la ONU a mediados de 1974. Otra vez Cuba reapareció en mi agenda. Con el aguerrido embajador Ricardo Alarcón y de Quesada (el entonces enfant terrible que ponía en jaque a todo el mundo todo el tiempo en los debates de la Asamblea General) me tocó negociar y convenir en 1974 el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Venezuela y Cuba.
Venezuela procuró unas relaciones normales, de comprensión de los problemas de Cuba y de la necesidad de abrirle las puertas a la región. Entre los programas que vale la pena recordar estuvo, en primer lugar, la llamada triangulación petrolera: la URSS le suministraba el petróleo a España y Venezuela a Cuba. Se ahorraban costos de transporte. Nada banal, dadas las circunstancias.
Desde Nueva York viajé a La Habana cada vez que se presentaba alguna crisis, no creada por los gobiernos sino por el azar, y hablaba con el comandante como enviado especial del presidente de Venezuela. Tuve la suerte de contribuir a sus soluciones, con discreción, porque del ejercicio de esta virtud y de su comprensión parten las buenas relaciones permanentes de los Estados.
Tuve un privilegio: fui testigo del primer encuentro personal entre el ex presidente Pérez y Fidel Castro, con Felipe González como árbitro, en Managua, en las celebraciones del primer aniversario de la Revolución sandinista en julio de 1980. Guardando silencio como yo, estaba también allí Carlos Rafael Rodríguez. Testigos mudos, quizás un poco divertidos por las vueltas que da la historia, a la cual conviene ver como un carrusel.
Nota: la parte más memorable de mi destierro la pasé en Cuba. Estuve preso en La Habana, compartí una celda con Raúl Roa, decano entonces de la Facultad de Ciencias Sociales de la antigua universidad, y con José Antonio Echeverría, presidente de la Federación de Estudiantes Universitarios, asesinado por la policía de Batista.
Posdata
Fidel Castro hizo mutis por un tiempo, pero reapareció en Venezuela en el siglo XXI como nunca imaginó que pudiera hacerlo. ¡Otra vez profeta! Cuando entraba en el ocaso en todo el mundo, resucitó en Venezuela con el milagroso elíxir del petróleo. Nadie ha podido ponerle el cascabel al gato de los anacronismos. Como si hubiera sobrevivido pacientemente para vengarse de Rómulo Betancourt, que derrotó sus guerrillas y sus teorías, e implantó la democracia plural y la alternabilidad republicana. Irónicamente, Cuba busca ahora cómo salir del laberinto de medio siglo que Fidel Castro deja como herencia.