Occidente está cediendo ante dinámicas que socavan sus propios fundamentos: la cancelación del disenso, la censura disfrazada de bien común y el crecimiento de un aparato burocrático que ahoga la representación real
Publicado en: El Debate
Por: Julio Borges Junyent
EL discurso del vicepresidente J.D. Vanceen la Conferencia de Seguridad de Múnich fue una advertencia que sacudió a Occidente. En un foro acostumbrado a debatir amenazas externas —Rusia, China, el terrorismo— Vance cambió el foco y apuntó a un peligro más desafiante: la erosión interna de la democracia.
Su mensaje, aunque sin autocrítica hacia Estados Unidos, planteó una cuestión ineludible: cuando la democracia se enferma desde dentro, cediendo al relativismo, suprimiendo el debate sobre sus fundamentos morales y debilitando la familia y el tejido social, se transforma en algo distinto. Se convierte en una democracia totalitaria.
El término «democracia totalitaria» parece contradictorio. La democracia evoca participación, derechos y libertades, mientras que el totalitarismo sugiere represión, pensamiento único y concentración del poder. Sin embargo, en nuestro tiempo, esta paradoja está tomando forma. Las reglas del juego democrático permanecen, pero su espíritu se vacía. La pluralidad se convierte en mera diversidad cosmética, la justicia en una herramienta ideológica y la libertad en un privilegio condicionado. Lo que queda es una democracia de procedimientos, sin alma, donde las decisiones esenciales ya no dependen del pueblo, sino de una burocracia anónima y tecnocrática que lo decide todo en su nombre.
Hace 200 años, Alexis de Tocquevilleprofetizó este escenario con asombrosa precisión. En La Democracia en América, el pensador francés advirtió que la democracia podía mutar en una nueva forma dedespotismo, donde el Estado, en lugar de oprimir brutalmente, se convertiría en un poder suave, paternalista y omnipresente que infantiliza a los ciudadanos hasta hacerlos dependientes.
«Veo una multitud innumerable de hombres parecidos y de igual condición social que giran sin cesar sobre sí mismos en busca de pequeños y vulgares placeres con los que colman su alma… Por encima, se alza un poder inmenso y tutelar que se encarga, él solo, de garantizar sus placeres y de velar por su suerte… Quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar… Después de tomar de este modo uno por uno a cada individuo en sus poderosas manos y haberlo modelado a su modo, el soberano extiende sus brazos sobre la sociedad entera».
El peligro que señaló Vance no es nuevo, pero sí más evidente que nunca. En su diagnóstico, sugirió que Occidente está cediendo antedinámicas que socavan sus propios fundamentos: la cancelación del disenso, la censura disfrazada de bien común y el crecimiento de un aparato burocrático que ahoga la representación real.
Hoy, las democracias avanzan hacia un modelo donde el ciudadano deja de ser protagonista y se convierte en un mero espectador. Se le permite votar, pero las opciones están previamente moldeadas por narrativas inamovibles. Se le permite hablar, pero dentro de los límites de lo «aceptable». La corrección política, la censura digital y la imposición de ortodoxias culturales han convertido a la libertad en una ilusión.
Estados Unidos es un ejemplo claro. Nació como una república de derechos individuales, pero ha mutado en una burocracia ideológica que impone un pensamiento único con más eficacia que muchos regímenes autoritarios. La censura en redes sociales, la persecución de disidentes ideológicos y el adoctrinamiento en universidades y empresas son signos de esta transformación.
El totalitarismo del siglo XX se impuso con brutalidad, pero el de hoy se infiltra con suavidad. Vance sugiere que el peligro ya no es solo el totalitarismo clásico, con su brutalidad y represión, sino una versión más sofisticada, donde la coerción es menos visible, pero igual de efectiva.
Si Occidente quiere sobrevivir como espacio de libertad, debe recuperar la tensión saludable entre poder y sociedad, entre gobierno y ciudadanos. Sin esta lucha, la democracia se convierte en lo que más teme: un sistema donde todo está permitido excepto cuestionarlo.
El poema Esperando a los bárbaros de Constantino Cavafis ofrece una imagen inquietante de este proceso. Describe una ciudad que, temerosa y decadente, espera la llegada de los bárbaros. Los ciudadanos, paralizados, ven en ellos la solución a su vacío, una respuesta a su incertidumbre. Pero los bárbaros no llegan. Y entonces se enfrentan a su peor miedo: la falta de propósito.
Tal vez, lo que advierte Vance es que los bárbaros ya llegaron. No como ejércitos invasores, sino como una ideología nihilista que corroe la sociedad desde dentro. No se impone con espadas, sino con narrativas que disuelven la verdad, la libertad y la responsabilidad individual.
La democracia totalitaria no aparece de un día para otro. Se infiltra en el lenguaje, en las leyes, en la cultura, en las instituciones. Y cuando nos damos cuenta, ya no queda nada que defender. El desafío que plantea Vance, que advirtió Tocqueville y que simbolizó Cavafis, no es solo resistir, sino despertar. Antes de que sea demasiado tarde.