Seguramente, las letras y las palabras de los que nos dedicamos a este oficio de escribir no nos alcancen para describir y narrar esto que nos ha tocado en (mala) suerte atravesar. Supongo que sentiremos mañana y pasado mañana y la próxima semana lo que sentimos hoy: que cada letra y cada palabra terminan siendo esquivas, huecas, insípidas. Y, caray, tan y tan insuficientes.
«Esto también pasará». Es lo que nos decimos una y otra vez mientras nos vemos en los espejos de nuestro confinamiento. En este claustro, a esa frase, «Esto también pasará», nos aferramos en búsqueda de los verbos que nos ayuden a transitar por esto que nos ha tomado por sorpresa y nos ha revolcado en un gigantesco desierto de incertidumbre, sin mapas para hacer planes de ruta. Huidos los verbos que nos ayuden, abrimos los diccionarios en procura de los adverbios, sí, esos vocablos que nos permitan gramaticalmente modificar los significados de los verbos que usamos en nuestros predicados. Estamos, por supuesto, todos extraviados. Perdidos en los senderos conocidos, encandilados por tanto silencio, sordos por tanta luz, nutriendo la valentía con cucharadas de miedo. Danzamos todos en una pista de paradojas nuevas, sin manuales de procedimientos.
Los que vivieron y sobrevivieron a las grandes guerras y posguerras, en su inconmensurable sufrimiento, tuvieron sin embargo algo que nosotros no tenemos. Varios filósofos les dieron las claves para entenderse y entender, para navegar en ese mundo que surgió de entre la humareda. Tuvieron a Ortega y Gasset, a Bertrand Russell, a Sartre y a varios más. La emergencia hoy quizás nos hace pensar que no necesitamos pensadores sino hacedores. Y que los filósofos en esta coyuntura no serían sino fabricantes de paja.
El mundo después de las grandes guerras y la posguerra se lamió las heridas y paralelamente al proceso de reconstrucción y recuperación se hizo un profundo examen de conciencia. No hizo un simple borrón y cuenta nueva. Se hizo preguntas serias y profundas. Y en ese re edificar sobre lo destruido caminó con el productivo miedo a una tercera conflagración mundial, que por fortuna fue siempre evitada. El mundo y el ser humano tuvieron miedo, de sí mismos. Pánico de saberse capaces de un delirante proceso de autodestrucción. El resultado de eso fue un mundo que con el paso de los años (sí, tomó años) fue mejor que antes de las guerras. No perfecto, pero sí mejor y mejorando.
Conminadas las grandes guerras, ahora el enemigo es un ejército de bichitos sin uniforme. Sin ideología, sin banderas, sin consignas. Y es tal su poder que ha convertido a los casi 7 mil millones de seres humanos habitantes del planeta en víctimas potenciales.
Esto también pasará. A ello hay que agregar un «esto nos cambiará». Como especie. Hay antecedentes históricos de grandes transformaciones. Los historiadores y antropólogos mucho saben de eso.
Pero tanto como necesitamos a los científicos, a los expertos en tecnología, a los liderazgos políticos, necesitamos a los filósofos. No me refiero a los que saben de filosofía, o a los intelectuales, que los hay en abundancia y muy buenos. Necesitamos a los filósofos. No a los que saben del pensamiento, sino a los que hacen el nuevo pensamiento. Sin ellos, pasada la emergencia, que pasará, nos enfrentaremos como supervivientes a una nueva realidad que no sabremos entender y en la que no sabremos cómo ser y estar.