Se suelen confundir los términos, a pesar que la diferencia entre ellos es notoria.
Una persona diagnosticada de una enfermedad grave y sin posibilidades de curación puede tomar la decisión de no querer enfrentar el suplicio que tiene por delante. En varios países, existen leyes que permiten lo que en ese caso es eutanasia. Es una decisión libre.
La sedación terminal es ofrecer a un enfermo terminal una muerte no dolorosa y en paz. Es no prolongar la vida entendiendo que ya no existe posibilidad ni esperanza de recuperación. Eso suele ocurrir luego que alguien ha padecido una enfermedad contra la que ha luchado denodadamente sin éxito. Hay drogas específicas para este procedimiento de sedación terminal. Es no condenar a ese enfermo a una agonía insoportable.
Un tercer caso es aquel en que alguien ha sufrido muerte cerebral, y su cuerpo se mantiene por instrumentos y máquinas que le hacen respirar y mantener activos artificialmente sus órganos básicos. Esa persona no puede decidir por sí misma, y por tanto desconectarla de los aparatos es una decisión que compete a familiares.
Ni la eutanasia, ni la sedación terminal, y tampoco la desconexión son en modo alguno suicidio ni mucho menos homicidio.
Algunas personas argumentan que en los tres casos se está privando a la persona de la posibilidad de un milagro. Ciertamente, los milagros ocurren, pero son mucho menos frecuentes que las muertes a las que se llega por un camino de dolor y sufrimiento inconmensurable. Y, además, los milagros son obra de Dios, que es todopoderoso. Nada le impediría a Dios realizar un milagro.
No somos quiénes para creer que podemos montarnos en un pedestal y desde esa altura arrogarnos el derecho al juicio. No es ético. Y es, por cierto, muy poco cristiano.