Publicado en: El Universal
Las cifras aportadas por ONU en relación al número de refugiados y migrantes venezolanos en el mundo, son punzante recordatorio del problema del éxodo: 7,1 millones de personas. Según comunicado de ACNUR y la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), la mayoría sigue desplazándose y viviendo en condiciones azarosas, al punto de no poder costear tres comidas diarias. Lejos de mitigarse, el trastorno sigue su curso, delatando causas más complejas, profundas, estructurales.
A santo de este paisaje, la decisión del gobierno de los EE.UU. de aplicar tapones a la migración cae como balde de agua helada sobre las cabezas de hombres, mujeres y niños en tránsito. El objetivo, dice el alto funcionario del Departamento de Seguridad Nacional norteamericano, Blas Núñez-Neto, es reducir la cantidad de migrantes que se acercan ilegalmente a la frontera sur, así como crear un “camino legal” para los elegibles. Los 180 mil venezolanos que cruzaron esa frontera durante el último año, según informes del DHS, tal vez explican la posición de países receptores cuya productividad fue afectada primero por la pandemia, luego por la crisis energética y alimentaria que desata la guerra en Ucrania. La interdependencia global enfrenta sus reveses. Así, la lógica brutal de la escasez remacharía que el interés nacional manda sobre otros asuntos.
Con las espeluznantes historias del Darién en mente, no obstante, cuesta recordar sin amarguras la retórica de solidaridad incondicional que se desplegó internacionalmente en relación a los venezolanos, algo que la propia realidad hizo inviable. También está fresco el entusiasmo en torno a sanciones y estrategias de “máxima presión” que, lejos de producir “quiebres”, acabaron por dejar en la inopia a mayorías ya suficientemente descalabradas. Cruel comprobación de que depender políticamente de “la amabilidad de los extraños” (así musita una malograda Blanche DuBois, ahíta de soledad y melancolía, en “Un tranvía llamado deseo”) nunca será solución para el drama de oprimidos y desplazados.
Aprender eso ha tenido un costo formidable. Un largo periodo de lucha irracional contra la evidencia parece haber sido depuesto por este pragmatismo encajado a juro por la circunstancia. El giro no sería tan trágico, si no fuese por un saldo que deja a los venezolanos prácticamente sin avíos para atajar la anomalía de fondo. En ese sentido, es fácil ver que la migración atiende a la precariedad, a la inestabilidad social y política, a la amenaza a la vida que los ciudadanos perciben en su propia tierra; y que hasta tanto eso no sea conjurado, seguirá el desplazamiento forzado hacia territorios que ofrezcan oportunidad de mejora. He allí el germen del éxodo: escapar de lo que asfixia en suelo nativo para emprender travesías inciertas, pero cuyo beneficio potencial pagaría cualquier riesgo.
La hondura de una crisis que, lejos de atenderse, fue agravada deliberadamente, lleva a considerar otras perspectivas. Quizás la acción más eficaz para impactar el caos migratorio es contribuir a resolver las serias carencias de la gente en sus países de origen; no agudizarlas, no desviarlas. Visto así, el bienestar local es el bienestar de toda la región. Lo que procede entonces es optimizar las ayudas, adecuarlas a las realidades, refinar los criterios de análisis, ampliar la interlocución. Y comenzar por hacerse las preguntas apropiadas.
“¿Qué se puede aprender de décadas de relaciones entre Estados Unidos y América Latina sobre las circunstancias en las que se puede ejercer la influencia norteamericana y sus políticas, a fin de mejorar las perspectivas de fortalecimiento de la gobernabilidad democrática?”, planteaba Abraham Lowenthal en 2011. Cuando en 1974 advertía que la combinación de altas tasas de natalidad, bajo crecimiento económico, grandes desigualdades y proximidad a EE.UU. causarían “un flujo de migración a largo plazo e irreversible hacia este país”, su conclusión era que el propio interés nacional norteamericano impelía a invertir sostenida y sustancialmente en el desarrollo socioeconómico y político de naciones del continente. Esto, a fin de fomentar “una vecindad más estable, pacífica y empática”.
El espíritu de lo que J.F. Kennedy bautizó como la Alianza para el Progreso (1961-1970) sirve para reorientar los abordajes de políticas con buenas intenciones, pero infelices resultados. El programa de ayuda económica, política y social para Latinoamérica, la cooperación en aspectos técnicos y financieros por parte de EE.UU. a través de sus instituciones y organismos multilaterales como el BID y la OEA, pretendía «mejorar la vida de todos los habitantes del continente”. En su discurso, Kennedy evoca explícitamente a Bolívar, y augura una década de «progreso democrático». El apoyo a medidas reformistas para impulsar democracias locales (según principios de autodeterminación de los pueblos) y contrarrestar la tentación revolucionaria que mostraba sus dientes desde Cuba, parecía un enfoque más sensato y menos costoso que el del intervencionismo militar. Pero la muerte de Kennedy en 1963 trunca ese envión. La vuelta a tratos puntuales en los que la cooperación militar era lo prioritario, conspiró contra los nexos de “Buena vecindad” promovidos por Roosevelt, y a los que JFK pretendió dar continuidad.
Sin negar la necesidad de buscar lenitivos inmediatos para quienes salen a buscar en otros lares lo que ahora mismo se les niega en los suyos, toca reconocer la importancia de administrar una medicina integral y de largo plazo. Una visión desencantada de la realidad ayudará a digerir que tras la certeza de que “los países no tienen amigos, sino intereses”, está la posibilidad de construir plazas para el común beneficio. Allí, la democratización aún pendiente en Venezuela quizás consiga más de una rendija.