Cuando la vida te arranca a la persona con la que construiste un universo, el mundo parece detenerse. El calendario pierde su lógica, las horas se alargan, los días se amontonan en una nebulosa sin sentido. Enviudar no es sólo perder a tu compañero de vida; es, de algún modo, perderte también a ti misma.
Hay momentos en la vida que nos rompen en mil pedazos y nos obligan a reconfigurarnos. La viudez es uno de ellos. Es un parteaguas, un antes y un después; una experiencia tan feroz y potente que redefine lo que somos y cómo miramos el mundo. Cuando pierdes a tu pareja, no sólo te despides de una persona, sino de toda una identidad compartida. En el espacio que queda tras esa ausencia, la vida parece un rompecabezas incompleto, con piezas rotas que ya no calzan y piezas perdidas que jamás podrán reemplazarse. Enviudar no es sólo un duelo; es una batalla contra lo desconocido. Un “twilight zone” 24/7 (musiquita incluida).
Al principio, la pérdida te arrastra como un río turbulento. No hay refugio que te resguarde de las corrientes emocionales, ni mapa que te guíe. Estás haciendo “rafting” sin tener la más mínima preparación ni conocimiento. Una parte de ti se esfuma. La pérdida se siente como una amputación emocional. No sólo pierdes a tu pareja, te pierdes a ti misma, a la persona que eras con él. Te ensimismas. Los días tienen una luz diferente, las noches un silencio ensordecedor. Sin embargo, dentro del caos, hay una semillita de posibilidad: puedes elegir en quién te conviertes. Entonces, hay que apagar la computadora, reiniciarla y reconfigurarla.
Convertirse no es un proceso inmediato ni sencillo. Es una reconstrucción paciente, casi artesanal. Al principio, una no sabe por dónde empezar. Todo es un desorden monumental. Te preguntas: ¿Quién soy ahora? ¿Quién quiero ser? Y sobre todo, ¿es lícito y ético permitirme alguna alegría? La respuesta es un sí. En el proceso de sanar, no estoy traicionando la memoria de mi marido; estoy honrándolo al vivir con plenitud.
Algunas mujeres eligen convertirse en la versión más fuerte de sí mismas. Son heroicas. No es mi caso. Otras descubren facetas desconocidas: habilidades, hobbies, amistades que nunca imaginaron. Tampoco es mi caso. Hay quienes eligen ayudar a otros en su duelo, usando su experiencia para transformar dolor en consuelo. Yo no me siento capacitada para dar lecciones a nadie ni soy quién para andar por ahí dando consejos. En este momento, aunque suene terriblemente egoísta, me ocupo de la persona que más me necesita: yo. Escribir lo que siento me ayuda. Y como yo soy un libro abierto, no me importa mostrar mis debilidades. Y leerme, o no, es un acto voluntario de quien recibe mis textos.
Elegir quién ser tras enviudar no es cosa fácil. Hay días en que la nostalgia me pesa como una losa. Las risas compartidas, los secretos murmurados en la oscuridad, los proyectos a futuro que ya no serán, los viajes que no ocurrirán, todo ello parece mantenerme anclada en el pasado. Y entonces llegan momentos inesperados: un fogonazo de esperanza, un trabajo que hice bien, un pequeño y estúpido logro, un ataque de risa arrebatado a la tristeza. En esos instantes descubro que el amor que perdí es energía, un combustible para construir algo nuevo.
La viudez me convirtió, sin quererlo, en alquimista. Aprendí que es un proceso de transformar el dolor en propósito, llenar de significado y significante la ausencia. Y aunque las cicatrices siempre son visibles, estas se convierten en símbolos de tenacidad, en marcas de que he amado con toda mi alma.
El amor por quien murió nunca desaparece. Se metamorfosea, se convierte en algo etéreo que te acompaña. Ese amor puede ser un ancla o un ala. Una elige. Puedo permitir que me aferre al pasado, pasarme el día entero lamiéndome las heridas, o puedo dejar que me engalane, hacer que me impulse a volar hacia un buen futuro. Porque algo sé: la vida no espera; continúa, fluye. Y no pide permiso. El duelo es el punto de partida, no el destino. Y aunque nunca seré la misma persona que era antes, puedo elegir ser alguien con sentido. Alguien que honra el pasado y abraza el presente, alguien que construye un futuro, a pesar del miedo.
En ese vacío abismal, donde el silencio pesa y el eco de los recuerdos resuena, hay un tenue susurro que invita: perdido todo, puedo elegir en quién me convierto para seguir adelante. Es como si mi vida de aquí en más fuera la pantalla en blanco que el escritor tiene frente a sus ojos. Ese susurro de salir a flote no llega de inmediato. Es casi inaudible al principio, enterrado bajo densas capas de ruido, de dolor, nostalgia y preguntas sin respuesta. Pero está ahí, persistente e insistente, esperando a que se me acabara la sordera. Ha aguardado con paciencia a que yo estuviera lista. Ahora escucho nítidamente la voz de mi propia alma, que me recuerda que incluso tras el más voraz incendio hay tierras fértiles donde puede brotar algo nuevo.
No hay que caerse a engaños. La viudez te revuelca, te envejece y te cambia. Es un umbral peligroso, un rito de paso oscuro y solitario. No eres la misma persona después de cruzarlo; el amor que compartiste y la pérdida que sufriste te cincelan, como un escultor que encuentra una nueva forma dentro del mármol. Pero aquí radica el aprendizaje: puedo ser el artista de mi propia metamorfosis. ¿Y cómo elegir en quién convertirme? No tengo ni la menor idea. No hay un manual de procedimientos. Es un acto personalísimo que supone hacerse de coraje, aceptar la fragilidad y recuperar el amor propio, eso que los terapistas llaman “auto estima” (que quedó a nivel de rodapié).
Comencé con pequeños gestos: aprendiendo algo nuevo (a escribir haikus), retomando un sueño (volví a escribir poesía), atreviéndome a participar en concursos literarios (4 relatos y 5 poemarios), pintándome las uñas de rojo, vistiéndome de algún color no apagado, abrazando el poder de los «todavía». Todavía puedo reír. Todavía puedo amar. Todavía puedo ser. Y en esos «todavía» he ido encontrando que la vida, aunque diferente, puede ser válida y llena de secretos por descubrir. Mis párrafos y mis textos han cambiado. Lo sé. Ahora escribo con menos angustia. La he dejado de lado.
La viudez no es el final de mi historia. Es un capítulo donde decido ser autora y protagonista a la vez. Sí, la pérdida me ha dejado cicatrices profundas, tengo la piel arrugada y de “vaca chiquita siempre es novilla” pasé a “señora Sole, deje que le ayudo con los paquetes”. De “hola, carajita (Octavio Azpúrua dixit) a “doña Sol”(un editor en España). Pero esas cicatrices, esas arrugas, esas marcas evidentes, cuentan historias de un amor que fue real, de una conexión que trasciende tiempo y espacio. Creo que si mi marido y yo no nos hubiéramos querido tanto, me sentiría horrendo. Porque tantos años hubieran sido un desperdicio. Pero él ya no está, ni volverá. Y, más importante aún, él está bien. Reality check.
En mi reinvención, puedo redescubrir quién soy más allá de la esposa que fui. Sí, yo fui la esposa de Arnaldo y ahora soy su viuda. Pero también soy yo, Soledad, la hija menor de Pancho y Elena, la “escribidora de oficio”. Tal vez encuentre talentos dormidos, pasiones postergadas, amistades y amores que se convierten en nuevos pilares. Tal vez descubra que el mundo aún tiene cosas que ofrecerme, que todavía tengo algo que ofrecer al mundo. Pero para saberlo tengo que atreverme.
La viudez no es el final de mi camino. Por supuesto que me gustaría no ser viuda. Pero yo no escogí serlo. Y es un “fait accompli”, que no pude evitar ni puedo cambiar. No hay que ser muy inteligente para entender eso, pero sí hay que serlo para comprender que la vida es un desafío inevitable. Así, mi viudez es un territorio nuevo, un espacio para explorar. Es una oportunidad para mirar dentro de mí y encontrar no sólo fuerza, sino también belleza. Porque aunque la muerte de mi marido me ha transformado, también me recuerda que cada día vivido, cada decisión tomada es una obra de arte. Y entonces está la pregunta: ¿Qué forma quiero y puedo darle a mi lienzo?
Cuando miro hacia atrás, siento tristeza, ciertamente, pero ahora, luego de mucho tiempo, de “a long and winding road”, también serenidad. No miro hacia atrás para quedarme atrapada en el pasado, sino para tomar impulso hacia el futuro. Para quererme a mí misma, para así poder querer y querer vivir. En cada amanecer, en cada paso, elijo cómo llenar ese vacío, no con olvido, sino con gratitud, con creatividad y con la promesa de seguir adelante, no sólo sobreviviendo, sino viviendo. Un día a la vez, un paso a la vez.
La vida no es una letanía gastada. Es un soneto que escribimos todos los días. Eso he aprendido.
Esta será la última nota que por ahora publique sobre este tema, porque si bien es un alivio, también me resulta abrumador. Y además mis lectores esperan de mí cosas que más bien hablen de su vida, no de la mía.
Espero que mis próximos textos sean más amables y más entretenidos; sobre cocina, viajes, arte, literatura, cine, política, Venezuela o el mundo, o cualquier disparate que se me cruce por la mente.
Gracias por toda la paciencia que me han tenido.
Y, por favor, cuando se crucen con una viuda o un viudo, sean gentiles y amables. Tiene el corazón roto. Y hasta hoy, nadie ha descubierto cómo remendar un corazón herido.