Publicado en: El Nacional
Por: José Rafael Herrera
La superfectación es una extraña palabra, tan extraña como su significado. No obstante, y a pesar de su condición extraordinaria, su uso tanto en las ciencias médicas –especialmente en obstetricia– como en el campo de la zoología, no es del todo infrecuente. No así en el de la lógica simbólica o, por extensión, en el de aquellas disciplinas que han hecho del silogismo aristotélico su fundamento natural, su punto de partida. ‘P>Q’, fin de la discusión. O llueve o no llueve. No se puede ser o estar y no ser y no estar en el mismo espacio y al mismo tiempo. Y, sin embargo, la superfectación, a pesar de las precisas indicaciones aristotélicas, comporta la posibilidad cierta de que, por ejemplo, una mujer quede embarazada estando ya embarazada, a pesar de que cuando se produce la fecundación de un óvulo –como dice la reseña en cuestión– “se inicia una cascada hormonal, cuyo objetivo es impedir que sigan madurando nuevos óvulos y que se produzcan nuevas fecundaciones”. Pero –y es que tanto en la vida como en la filosofía siempre hay un terrible pero– “en ocasiones acaban anidando en el útero varios fetos en distinto estado de desarrollo. Así, la zoologa Kathleen Röllig, del Instituto Leibniz, en Berlín, ha descubierto con ecografías que las liebres preñadas pueden sufrir un segundo embarazo”. Durante su época de apareamiento, en marzo, las liebres macho boxean entre sí por el amor de las hembras. Se dice que pierden por completo “la cordura”. El estar “loco como una liebre de marzo”, es una conocida metáfora popular.
Unas cuantas liebres de marzo han terminado “boxeando” sobre el fértil terreno de la lógica aristotélica, generando a la larga peligrosas superfectaciones que, poco tiempo después, terminan en empreñamientos de doble factura, curiosas epifanías, Janos o “vuelvan caras”, cuyas insolvencias materiales y espirituales terminan produciendo esos extraños freakies que, tarde o temprano, ponen en peligro el buen nombre de la civilización humana. No cabe duda: tipos como Hitler o Stalin, como Mao o Kim Il-sun, como Fidel o Chávez son el resultado de tan curiosas experiencias, de esos extraordinarios fenómenos que reciben el nombre en cuestión. Y no son pocos los casos tanto en las ciencias sociales como en las ciencias políticas. La obra de unos cuantos filósofos adolece de esta engorrosa condición. Especialmente la de aquellos que gozan de mayor popularidad. Ya lo decía Sartre en relación con una obra como el Manifiesto de Marx: se trataba, en su opinión, de “la vulgarización de un pensamiento”. Y es que –para no tener que atravesar las aguas del insufrible barruntar posmoderno en relación con Nietzsche– bastará con señalar que cuando Marx postula la actividad sensitiva humana –la praxis– como núcleo central de su filosofía, con ello, a fortiori, está declarando la bancarrota del materialismo. Pero si Marx –según lo que oficialmente sostienen los apologetas de la franquicia– es un materialista, entonces inevitablemente le pone fin a la actividad sensitiva humana como centro motor de su pensamiento. Más aún, cuando la filosofía ejerce su función como legítima teoría crítica de la sociedad, con ello desecha la vana manía de pretender predecir el futuro. Pero cuando esta se dedica a predecir el porvenir, con ello cesa su función como teoría crítica y, por ende, como filosofía en sentido estricto. Una concepción filosófica no es, y no puede ser, una doctrina, una fe, un dogma, una ideología. Mientras la filosofía se esfuerza por denunciar –more geometrico demostrata, diría Spinoza– la irracionalidad, la injusticia o la decadencia de una determinada formación cultural, las llamadas doctrinas procuran sembrar esperanzas en un mundo construido, según la conocida expresión maquiaveliana, “sobre las nubes”, garantizando con ello su propio beneficio y preservación.
Cuenta un entrañable amigo de siempre que, durante sus años de “formación” ideológica en la Juventud Comunista, Pedro Ortega Díaz les decía, no sin severidad enfática: “El marxismo no es un dogma. ¡Repitan conmigo…!”. Por supuesto, Lenin lo superaba con creces: según su ortodoxa opinión, “el marxismo es una ciencia exacta”. Pero, en todo caso, el así llamado “socialismo del siglo XXI” es, en relación con sus figuras precedentes, la superfectación de una superfectación. Y, por cierto, nada de esto tiene que ver con el pensamiento dialéctico. En primer lugar, porque no es pensamiento sino representación. En segundo lugar, porque no es dialéctica sino fe positiva, tomada de la más momificada versión del entendimiento abstracto. Así, pues, Heinz Dieterich, es el padre de la creatura de ese llamado “nuevo proyecto histórico” que consiste en apuntalar una sarta de recetas acerca del cómo se debe implementar un régimen socialista: el “desarrollismo democrático”, la “economía de equivalencias”, la “democracia participativa y protagónica”, la organización de los “colectivos de base”, la construcción del “bloque regional de poder”, como garante de la integración económica de los “Estados progresistas” latinoamericanos, así como del “bloque regional de poder popular”, suerte de coordinadora continental de los movimientos sociales en apoyo al “proceso revolucionario”. En fin, su propuesta puede resumirse en una simple consigna: “Liberalismo sin capitalismo; socialismo sin estatismo”. Por fortuna, the dream is over, como diría Lennon.
Sin más fundamentación que la presuposición y el dar por sentado, y tomando como referencia immobile a esa especie de alter ego de Marx superfectado por la fértil imaginación del fanatismo materialista soviético, el novísimo socialismo del siglo XXI, fecundado por Dieterich, dejó de ser un legajo de sublimes –y ociosas– fantasías para terminar, puesto en las manos del Galáctico de las estepas –¡esa liebre de marzo! –, en el más vetusto de los estalinismos. Decía Hegel que los sueños más sublimes de la Revolución francesa terminaron en la pesadilla de la guillotina. Sí: “Sublime, terriblemente sublime. Pero no bellamente humano”, escribe Hegel. Dieterich afirma que el Galáctico desvió el camino magistralmente trazado por él. Doctor Frankenstein se niega a asumir las consecuencias del desastre de su monstruosa creación, de su “legado”. Hay que ser irresponsable en la vida para no asumir las consecuencias de lo que, si no se ha pensado, por lo menos se ha dicho.
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