Le tomó a la Iglesia Católica y, en especial, al Vaticano dos esforzados papados para limpiar su imagen luego de la Segunda Guerra Mundial. La posición eclesiástica frente a los hechos de la conflagración, para algunos comprensible y para otros reprochable, hizo que al menos su actuación quedase en tela de juicio. Muchos análisis realizados por individuos y organizaciones pusieron bajo la lupa a la religión católica y sus prelados y, también, a los feligreses. Muchas preguntas obtuvieron respuestas que limpiaron la honra mancillada; otras no consiguieron justificaciones lo suficientemente válidas como para excusar el hacer de la iglesia católica y, más aún, su no hacer. Los últimos años de Pío XII transcurrieron en un constante clima de crítica a él, a su papado, al Vaticano y, por derivación, a la actuación de los católicos. Y el liderazgo de la recuperación en la post guerra no fue ocupado por una figura como el papa sino por aquellos hombres y mujeres que guiaron a los pueblos en la reconstrucción de las economías, la instauración de la justicia y la paz.
A la muerte de Pío XII, surge una figura nueva y distinta: Juan XXIII, quien dedicó todo su papado (que fue corto) a convertirse en un papa que hiciera realidad palpable las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. Fue un abuelo para el mundo, es decir, alguien cercano que transmitía cariño, compasión, ternura. A un planeta con la piel aún escaldada y la memoria repleta de terribles recuerdos, Juan XXIII ofreció acompañamiento y comprensión. Lloró con la gente, la abrazó, la acarició. Eso lo hizo un papa muy querido por la feligresía y apreciado como un ser humano extremadamente bondadoso en un mundo que intentaba superar los infinitos dolores y sufrimientos de la post guerra, las complejidades de la guerra fría que ya era una innegable realidad y los muchos estados críticos que afloraron. Juan XXIII fue conocido como «el papa bueno». A ese papa dulce y amoroso, le sucedió Paulo VI, de imagen física diametralmente opuesta, pero con el carisma del tono suave que los tiempos exigían para cumplir los que fueron sus dos grandes propósitos: hacer enmiendas y reformas indispensables e impostergables y la construcción de puentes entre los católicos, los cristianos y también con los fieles de otras confesiones. En su momento se hablaba de él como «el papa viajero», término que luego quedó olvidado. Quizás no haya sido Paulo VI tan querido como Juan XXIII, pero fue sin duda un hombre y un papa muy respetado. Fue un reformista y un constructor de puentes.
Con Juan XXIII y Paulo VI, y además por el paso de los años que supone cambio generacional, la Iglesia Católica y el Vaticano consiguieron desmanchar su imagen, a pesar que aquel mundo de esos tiempos papales lejos estuvo de ser un paraíso de decencia, libertad, moralidad, justicia o siquiera equidad. Pero algo se había avanzado. La Iglesia Católica dejaba de creer en superioridades.
Pasado el episodio de la escogencia de Juan Pablo I y su súbita e inesperada muerte, ocurre Juan Pablo II. Sí, ocurre. Los muy piadosos dirán que nos lo mandó el mismo Jesucristo. En los más de dos milenios transcurridos desde San Pedro resulta difícil encontrar un papa más auténticamente relevante, más profundo, más inspirador, más marcador. Karol Voytila tenía una historia personal y eclesiástica ejemplificadora. Su vida no había sido cómoda. Había sufrido en carne propia y no había sido endeble. Conjugaba carácter y dulzura, altura y sencillez, predicaba el credo y caminaba con coraje. Si como cabeza de los asuntos teológicos apareció como una figura atrayente, su liderazgo universal tanto social como político fue arrollador. Su capacidad comunicacional era indiscutible. Exhibía y ejercitaba una empatía cautivante. Se mostraba como un hombre corajudo. Aquel hombre no se arredraba. Y si bien Juan Pablo II no consiguió todo lo que se propuso, su impacto en el planeta marcó la historia de la Humanidad. El mundo tuvo en Juan Pablo II un adalid de las causas más relevantes.
Le sucede un teólogo, Benedicto XVI . Un hombre mayor que se impuso como meta la revisión de asuntos que lucían poco prácticos pero que también era imperativo que la Iglesia Católica enfrentara. Luego de la impronta y el impacto de Juan Pablo II, es comprensible que ese nuevo papa no fuera una celebridad. Pero a su favor debe decirse que no tenía rechazo. La gente no lo adoraba pero no conjugaba voces en contra. No destruyó la obra de Juan Pablo II y no hizo daño. Así, su retiro fue aceptado por la feligresía sin mayores denuestos.
Resulta muy difícil medir la expectativa que generó la selección de Bergoglio como nuevo papa. Primer americano, primer latinoamericano y, además, jesuita. A la inmensa sorpresa siguió una alegría sin límites. El papa se inauguraba en un mundo que había cambiado y que tenía nuevos modos de integración, de producción y, muy importante, de comunicación.
Para muchos Francisco ha sido una bendición, en especial por su accionar en lo relativo a la pederastia. Para otros ha sido una desilusión. Comenzó exhibiendo una enorme capacidad de convocatoria. Esto ha disminuido ostensiblemente. Muchos le reclaman hablar mucho y hacer poco, no usar su portentoso poder para pararse de frente ante las evidentes injusticias que se producen en el planeta, en los cinco continentes. Muchos sienten que Francisco los ha abandonado o que al menos no tienen claro cuáles son las grandes causas que defiende. Por supuesto que cuenta aún con amplios apoyos en la feligresía. Pero su liderato y más aún su liderazgo no es el mismo que cuando fue designado. Si fuéramos a utilizar una frase coloquial, para muchos «mucha bomba y poco chicle». Francisco habla con medias palabras, no pone al poder político entre la espada y la pared y exagera en la petición de rezar. Su voz luce débil. Si eso como apreciación es justo o no, eso no es importante. Porque el liderazgo no tiene que ver con acaparar aplausos y loas; el liderazgo de un papa pasa por despejar dudas, por forzar barras, aún a riesgo personal y de la corporación. Un papa no es tan solo el máximo jefe de la Iglesia Católica, es el hombre que detenta un poder transcontinental inconmensurable que si no lo usa se convierte en desperdicio. Y eso para millones en estado de sufrimiento es inaceptable.
En lo que respecta a Venezuela (sin que ello suponga que las falencias papales sean superlativas en el caso Venezuela y menores en lo que toca a otros países y regiones) quizás Francisco, a pesar de sus buenas intenciones, no ha leído correctamente su tiempo y su papel dentro de él. Ha terminado siendo un líder simpático pero para muchos blandengue. Hoy tiene a los católicos venezolanos divididos en tres grupos: los que lo siguen y aplauden simplemente porque es el papa; los que mucho esperaron de él y ha decepcionado; los que lo han condenado ya al papel de la nada. Negativa sorpresa para millones que mucho esperaban de él. Y, para más INRI, la actitud del máximo jefe de la Compañía de Jesús, un venezolano, es un enigma. No se entiende su actitud como convidado de piedra. El y Francisco terminan siendo, para desgracia de la iglesia y los millones de fieles, grises. Y esto tendrá su costo, alto, tanto en aspectos religiosos, como morales, filosóficos y políticos.
En contraposición y para buena sorpresa, la distancia entre ellos (Francisco y Sosa) y Ugalde, Virtuoso y los obispos no es oceánica, es planetaria y hasta galáctica. Y que conste en acta, esta situación realmente me duele. Como católica, como ser humano, como venezolana, las tres cosas que soy y no voy a dejar de ser. Y no pierdo la esperanza que alguna campanada interna los despierte y que entiendan que cuando se tiene tanto poder es mucho lo que se puede hacer. Ojalá haga efecto en ellos la frase «despierta y reacciona». O quizás es cuestión de entender lo que en realidad se anida en aquello de «una palabra tuya bastará para sanarme».