Publicado en: El Universal
Corrupción, del latín corruptio: deterioro, descomposición, degeneración. Como recuerda Gabriel Zaid, la raíz indoeuropea reup remite a romper, arrebatar, salirse de la ruta, desviarse, “echarse a perder, dejar de ser lo que se es”. Sobra la explicación, seguramente, pues su intrusión frecuente en la conversación política la hizo noción común, una palabra sin duda odiosa para sociedades agusanadas por sus estragos. La vista de la manzana otrora lozana que se marchita y descompone sin pausa, llevaría a sospechar que sólo lo no-vivo puede soslayar ese epílogo; y que desconocer la debilidad de origen, suponerse incorruptible -tal como apodaron a Robespierre, célebre por su inhumana intransigencia, por su reinado del Terror- podría acarrear nuevas ruinas.
Sabiendo que las resultas de la corrupción endémica se volvieron parte del paisaje en Venezuela (esta precarización de la vida ciudadana que contrasta con las cifras de ingresos recibidos entre 1999 y 2014: $960.589 millones sólo por concepto de exportaciones petroleras) las campañas electorales seguramente harán que el tema cope la agenda. Cabe recordar, por cierto, cómo el candidato Hugo Chávez se apropió en 1998 de la bandera de la “lucha contra la corrupción”, desprestigiando a más no poder las administraciones de gobiernos adecos y copeyanos, y prometiendo “mano dura” en el trato de funcionarios que atentasen contra la salud financiera y moral de la nación.
Aquella consigna sería retomada en la campaña de 2012 y, días más tarde, en la alocución del presidente reelecto. A pesar de la exuberante renta pero incapaz de negar los desórdenes que desmentían la “eficiencia y calidad” del proceso que lideraba, Chávez ofreció correcciones, “inspección, inspección y más inspección”, un “sacudón por dentro” a cuenta de un plan de fiscalizaciones no anunciadas. “Esto es parte de una de las propuestas del candidato Chávez que fui, mayor eficiencia, ¿verdad? Bueno, estamos comenzando”. Sin mencionar pecadores, Chávez observaba que el mayor nudo estaba en los “escalones superiores”, donde había “mucho contrarrevolucionario enquistado”. Con la pasión del Hamlet que atisba el hedor en su reino, puño esgrimido como un mazo, afirmó que había que “establecer responsabilidades… prometo mano de hierro, de ministros para abajo”; lo cual coronó con un encargo para el entonces vicepresidente, Nicolás Maduro, dirigir la cruzada por la “calidad socialista”.
Tras años de profundización de los males asociados al saqueo una y mil veces denunciado, de cacerías circunstanciales, arrebatos de cólera en los medios y grandes gestos en torno a la gestión de una temible, caprichosa, brusca “mano de hierro”, un país desvalijado asiste a la develación de otro escándalo administrativo. Y como en tiempos de Chávez, un gobierno que invoca la “moral revolucionaria” pero refractario a los límites, a la idea de compartir el poder y, por tanto, negado a incorporar contrapesos en su ejercicio, pareciera atascado en la ilusión de que la depuración caótica e incesante al final hará que prevalezcan los verdaderos “incorruptibles”. Como si el desvío respondiese a una falla moral inmanente, en fin, y no a la sustitución personalista del Estado, a la privatización del poder, a la ausencia de esos controles que pusieron en práctica los inventores de la democracia liberal. Ah, no en balde Isaiah Berlin desconfiaba de puritanos y utopistas, de quienes operan al margen de la realidad, del experimentador que se irrita e intenta cambiar los hechos para que se ajusten a sus creencias, omitiendo la necesidad de proveer estructuras que mitiguen las debilidades humanas. “Nos atemorizan con razón esos reformadores temerarios demasiado obsesionados con su visión para prestar atención al medio en el que actúan, y que ignoran los imponderables…”
Así que a propósito de la remozada cruzada moral llega otra animosa caza de “desleales”: un bucle que lleva a creer que la corrupción, como veía Zaid en el caso mexicano, no es sólo un rasgo desagradable del sistema político, sino que es el sistema, las institucionalizaciones de anteriores corrupciones. No falta tampoco allí el tremebundo tratamiento mediático. Quizás con un ligero matiz, y es que esta vez no ha habido ahorros en cuanto a la difusión de nombres plantados en las entretelas de la revolución bolivariana, cófrades ligados al atornillamiento originario; socios, incluso, de “embajadores” defendidos a capa y espada en ruedos internacionales. Un “caiga quien caiga” autoritario, rico en espectacularidad e histrionismo y que, aun profundamente descaminado en sus enfoques, podría también atender a la necesidad de remontar la propia crisis (según datos de fuentes secundarias difundidos por OPEP, la producción petrolera apenas aumentó 1,6% en el primer trimestre). Una vía, pues, para ganar cierto nivel de eficiencia interna y externa, estrujarlo y venderlo como éxito de cara al venidero ciclo electoral.
Pero todavía está por verse hasta dónde la instrumentalización del escándalo -que en Durkheim se identifica con ceremonias rituales de purificación colectiva, útiles para reavivar la fe en el sistema mediante el castigo ejemplar a quien quebranta el orden simbólico establecido- anticipa acá la transformación de un modelo que depreda y corrompe. De momento, las señas de la receta moralista, esa confusión entre el orden religioso y el orden político, como describe Enrique Krauze; la vuelta a ciclos sin resolución práctica, parece imponerse.
Mientras esto sea así, mientras la lógica de la separación de poderes, la garantía de mercados competitivos o la existencia de mecanismos de accountability vertical y horizontal, rendición de cuentas y enforcement no sea lo que suministre tónicos adecuados, eso que Silvio Waisbord califica como “fatiga por los escándalos” seguirá cebando la desconfianza. Agota constatar que tras la estación de las “grandes purgas” y los despliegues de roja, rojita indignación, sigan siendo los venezolanos los eternos castigados por la entronización de la rapiña.