Mi vida está en cajas. En un depósito. Muebles, libros, ollas, vajillas, cristales, lámparas, adornos, fotografías, cuadros, papeles. Historia. Nada fue de relleno. Nada fue de desperdicio. Ahora nuestra vida está embalada en cajas, sin numerar, sin respaldo de inventario. Caí sin quererlo en el más perfecto desorden.
Si pudiera armar una nueva casa con todas esas cosas, no lo haría. Ya no tendría el mucho sentido que alguna vez tuvo. Ahora sería una suerte de sombría galería de retratos de un pasado ya irrecuperable. Un museo gris, desganado, poblado de fantasmas, de sueños truncados. Un retablo de suspiros entrecortados y displicentes. No sería un hogar.
A mí no me pesa el pasado. Creo firmemente que eso de «vivir el hoy» es una redomada estupidez, una necia interpretación del carpe diem que la gente le compra a arrogantes gurús de la autoayuda y luego repite como loros amaestrados, por cierto sin la gracia y donaire de los loros.
No sé cómo construir el futuro. Tampoco pongo mayor empeño en averiguarlo. No quiero escuchar lecciones de nadie. Ni recomendaciones de sabiondos y profetas. No quiero leer galletas de la fortuna ni que alguien me eche las runas o las cartas del tarot sobre una mesa vestida con mantel de falsa seda. Confío más en las ranas, los pajaritos y las ardillas. Al menos ellos saben cuándo va a llover.
El insomnio de hoy es un soneto inconcluso sobre el hastío. De música de fondo, el ladrido de unos perros. A la distancia un gato recita su soledad. Es un maullido desalentado. Ninguna gata le responde. Me pregunto si ese gato alguna vez fue feliz.
La llovizna va y viene en esta madrugada. Luna en menguante. En un par de horas amanecerá. Un día más, un día menos.