Publicado en: El Universal
Más allá de la tentadora posibilidad de cosechar prestigio, influjo, poder o recursos, el liderazgo democrático suele estar aderezado de un componente ético que elude el “vale todo”. Y es que ni siquiera las guerras más cruentas se libran de ciertos protocolos, de la autocontención personal que detecta límites y vislumbra futuros daños. (Incluso el colérico Aquiles, tras haber arrastrado sin piedad el cadáver de Héctor fuera de los muros de Troya, no pudo soslayar al final la justa petición que antes de morir le hiciera el príncipe troyano y que luego le reiterase su doliente padre, Príamo: que el cuerpo del perdedor fuese honrado y recibiese apropiada sepultura).
En ese camino, el que transita un líder que se topa con una situación que lo interpela y emplaza, la convicción y responsabilidad se conjugan para dar paso a decisiones que no siempre serán populares, que no siempre complacerán los apetitos desordenados de las masas o que darán gusto a las mudables olas opináticas. En las antípodas de un populismo que irrumpe y opera sin remilgos incluso dentro de las democracias más vigorosas, el político consciente de las repercusiones de sus actos prescindiría de la demagogia de masas para asumir los costos de defender la ruta avalada por la razón.
Ya lo dice Don Quijote a su fiel Sancho, cuando tras la aventura del rebuzno, este lo acusa de haber huido: “la valentía que no se funda sobre la basa de la prudencia se llama temeridad, y las hazañas del temerario más se atribuyen a la buena fortuna que a su ánimo”. De eso se también se trata la valentía política. Virtud distinta al desenfreno que signaba al héroe romántico del siglo XIX, quien pasó de amoldarse a los designios externos para responder únicamente a sí mismo, a valores y principios personalísimos que debían ser defendidos hasta la muerte si era necesario. El ideal independiente y voluntarioso que para Isaiah Berlin se definía en términos de “resistencia” frente a todo lo que se percibe como opresivo, chocará inevitablemente con la cautela que debería signar al político de vocación.
No hablamos acá del desconocimiento imprudente de las amenazas, pues, de la acción que se emprende sin una mínima ponderación de los riesgos implícitos. Al contrario. Nos referimos más bien a esa disposición para responder sobre la marcha a los acontecimientos, pero sin dejarse arrastrar por la impulsividad, la philia o los trapaceros cantos de sirena que embotan los sentidos y la razón. Una tarea que no pocas veces llevará a amarrarse al mástil para aquietar los embates de la propia debilidad. De esas rudas batallas internas que no siempre pueden ganarse dio fe el propio J.F. Kennedy, por cierto, quien debió pagar el costo político de su error cuando en lugar de votar en el Senado para censurar al republicano Joseph McCarthy, cabecilla de la cruzada anticomunista de principios de los 50, eligió abstenerse.
Entonces, la valentía política no se asociaría precisamente a quien vocifera o insulta más, a quien castiga con rigor moralista e implacable la disidencia interna o se suma al coro de inquisidores e incendiarios. Digamos más bien que identifica a quien tiene las agallas para contrariar la opinión mayoritaria aun cuando esto incluya bregar con la etiqueta de “traidor” (entre otras muertes simbólicas), y sabiendo que el sentido de responsabilidad pesa más que el deseo de no contrariar a la tribu. Implica hablar clara y oportunamente (“piar” a destiempo, cuando la ola opinática cambió de dirección y ahora tolera lo que ayer aborreció, no podría considerarse valentía) y calzar el “sombrero negro” del realismo cuando todos se han quedado varados en la alucinación.
Colin Powell (con un impecable historial político, diplomático y militar penosamente malogrado por la comprobación de que las armas de destrucción masiva que justificaron la invasión a Irak no existían) afirmaba que es propio de un líder “diferir frecuentemente del pensamiento mayoritario para orientar a la opinión pública, en lugar de seguirla. Querer ganarse la simpatía de todos es un signo de mediocridad”. He allí una pista sobre las graves exigencias que conlleva la conducción democrática, la “dura y prolongada penetración a través de tenaces resistencias” que, según Weber, define a la política.
Influir en los destinos de otros obligará eventualmente a desafiar a los seguidores, a fustigar sus extravíos, a trascender el desnudo dato de los sondeos de opinión para impulsar transformaciones de fondo en las sociedades. Una puja tenaz y desigual entre deseo y posibilismo, sin duda. Pero presumimos que la conexión que sobrevive a esas tensiones será mucho más fuerte y estable que la que depende de no perturbar la naturaleza siempre casquivana de la opinión pública.
En este sentido, y más allá de lo podría interpretarse como una nueva adhesión a la corriente mayoritaria, poco conmueven los cambios de opinión de políticos sumados en otros tiempos a la rumbosa “marcha de la locura” venezolana. Censurar las barrabasadas de un “salvador” caído en desgracia como Trump, por ejemplo, no tiene hoy la misma fuerza ni implica el mismo riesgo de hacerlo cuando tal atrevimiento resultaba altamente impopular. Es inevitable preguntarse, entonces, si estas cabriolas responden a una depurada convicción o si, otra vez, son producto de la conspicua tiranía social. Disipar esa duda quizás nos ayude a distinguir a políticos autónomos y razonablemente inconformes, dispuestos a abrazar la coherencia y a hacerse cargo de las consecuencias de sus actos, de los diletantes arrastrados por el ánimo del viento y condenados a la zanja de la irrelevancia.