Por: Jean Maninat
A Valentina…
¿Quién habrá inventado el término de cantautor? Aquellos atroces juglares latinoamericanos disfrazados con motivos de pueblos autóctonos, el bolsito con la llama bordada al costado, guaraches mexicanos y una fastidiosa flautita remachando El cóndor pasa. Sus émulos invadieron los Metros de las grandes urbes, en medio de hordas de usuarios que pasan veloces e indolentes, camino a su trabajo en el capitalismo exigente. Con suerte, les lanzan unas monedas avaras pero solidarias. Y ellos dale que dale con la flautita…
En Norteamérica surgió una generación de artistas, músicos compositores, distantes del pop dulzón de la primera invasión del rock británico, (los Beatles cantaban She loves you yeah, yeah, yeah, agitando las bien cortadas melenas y los Stones parodiaban a los músicos del blues negro, rural y profundo, If you see my little red rooster…) y más cerca de la generación Beatnik que marchó En el camino (On the road) con Kerouac y su pandilla. No, no eran cantorcitos de protesta, eran artistas, muchos de ellos enojados y disconformes, unos rabiosos y otros melancólicos, pero nunca panfletarios y dogmáticos como sus pares al sur del Río Grande.
(Es cierto que el tótem de la llamada música folk fue Pete Seeger, activista social, “músico comprometido” quien fue perseguido por el infame Comité de Asuntos Antiamericanos, y Woody Guthrie fue un activista de izquierda y prolífico compositor de, entre tantas otras canciones, This land is your land, una suerte de himno de la izquierda y el progresismo norteamericano. Pero sus herederos evadieron el “compromiso político” y rompieron los protocolos tradicionales del folk -incluyendo Arlo, el hijo de Guthrie- y Bob Dylan, que los veneraba, cometió el sacrilegio de incorporar guitarras y bajos eléctricos, baterías, como una vulgar banda de rock, lo que le costaría el repudio de la comunidad folk pero abriría sus composiciones -y las del folk- a una audiencia planetaria).
Entre tantas y nuevas voces que surgían y desvanecían, Bob Dylan, Joan Baez, Joni Mitchell, James Taylor, Judy Collins, Nina Simone, por citar algunas, se distinguía un casi murmullo, ronco, como de plegaria y nicotina, la de un compositor canadiense, sin los aspavientos en el vestuario de inspiración hippie, más bien sobrio y elegantoso -como sus composiciones- venido de Montreal, Canadá: Leornard Cohen. Luego de que Joni Mitchell cantara una de sus composiciones, Suzanne, y luego lo escucháramos a él rezarla, ya nos fue difícil vivir sin una dosis recurrente de su lacerante alegría de vivir muriendo.
Todos, bueno casi todos, estuvimos enamorados de su mujer y musa noruega Marianne, y cantamos copa en mano So long, Marienne, como si los heridos por su partida fuéramos nosotros mismos. Y nos dejamos llevar de la mano por Suzanne a su lugar cerca del río con sus ropajes heredados del Salvation Army, y las Sisters of Mercy nunca se fueron, estaban allí para redimirnos en las buenas y las malas, y como un pájaro en un alambre, como un ebrio en un coro de medianoche, hemos balbuceado sus canciones más queridas hasta gastarlas.
Hay un mural gigante que ocupa el costado de un edificio en Crescent Street, que lo muestra ya señorial, como un viejo patriarca judío, con el Fedora que portó en sus últimos años y el rostro todavía marcado por la distinguida bonhomía que lo acompañó siempre. Si se da usted una vuelta por Montreal, llévese unas piedras en el bolsillo, o en la cartera, para que cuando pase por su casa en la 28 Rue de Vallieres en lo que algunos llaman el barrio portugués, las deposite en las escaleras de entrada, o si sube al cementerio de Shaar Hashomayin en Mount Royal, las deposite en su tumba según el bello gesto de los judíos.
Pero sobre todo, antes de que llegue el día final, tómese un respiro de preferencia en las rocas, escuche su Leonard Cohen favorito y percátese, una vez más, que entre el amor y el desamor, el despecho es un estado de gracia. Todah, Leonard.