Publicado en: El Universal
Deseable en cuanto a su contenido aspiracional y prescriptivo. Conveniente, desde el punto de vista práctico, en tanto mitiga el duro ensayo de la coexistencia. El “problema” con la democracia es que su dependencia de las reglas suele remitir a una épica serena, tácita, no altisonante. Muy apropiada para la acción de liderazgos a los que interesa menos satisfacer su vanidad que trabajar en equipo para que el sistema funcione. Otros regímenes políticos parecen depender más de la construcción de hombres-mito, mesías lanzando frases lapidarias, cortando amenazas en el aire. Oponiendo idealismo y dignidad a la prosaica aspiración de pragmatismo; y privilegiando no el tamiz de las instituciones, sino la aplastante opinión de las multitudes, el pueblo que los unge. Eso puede lucir más atractivo que dedicarse discretamente a articular visiones, más rentable que sumirse en los atolladeros de la cooperación, de la acción concertada (H. Arendt).
Y no es que la democracia prescinda del lustre de las individualidades. Del brío de quienes, por cálculo o azar, ponen sus nombres, convicciones y afanes al servicio del carro de la historia. Es fácil ver, de hecho, que la calidad del liderazgo y sus modelajes condicionan también la calidad de los procesos de democratización. Son líderes que compiten y concitan el apoyo de mayorías electorales a favor de sus propuestas, los que apelan a esa representatividad distintiva de las democracias liberales: el fruto de la regla mayoritaria. He allí la dimensión horizontal de la política que comúnmente se asocia a la democracia. Opinión pública y democracia electoral son la base del edificio, recuerda Sartori (Qué es la democracia, 1987). Pero hay también una democracia vertical que se suma a esa delicada arquitectura y le aporta equilibrios, pues sabemos que la sola horizontalidad desembocaría en las antípodas del mandato democrático, la anarquía.
¿Hablamos de minorías que someten en nombre de mayorías? Nunca. ¿De mayorías con poder “legítimo” para aplastar a minorías? Tampoco. ¿Qué distingue, entonces, a ese mandato democrático en las poliarquías? Justamente, el que trata de no dar “todo el poder” a ninguno, de distribuirlo de manera diferente entre mayorías y minorías -dice también Sartori- y de regular su administración mediante mecanismos de accountability. Así, saber que lo que uno obtenga depende también del otro, dota a la política de un elemento tanto humanizador como disciplinador. Uno que la protege contra los desafueros, que trasciende el «poder de reunión» (Arendt) y lo completa gracias al intercambio dialéctico en un espacio público que todos reconocen.
Tomando en cuenta estas vitales precisiones, la democracia no puede ser reducida a una cíclica, simple y unilateral dominación de los muchos sobre los pocos, y viceversa. Tal equívoco nos llevaría a justificar los peores extravíos de la historia, los de sociedades que llevadas por el entusiasmo irracional legitimaron los modos de tiranos que ofrecieron mitigar sus incertidumbres y miedos. Multitudes infantilizadas que, en desesperada búsqueda de seguridad, engatusadas por la demagogia y haciendo uso de medios democráticos, asistieron sin saberlo a la demolición de sus propias democracias. Una ironía que no se esfuma, de paso, que deja a estos sistemas a expensas de quienes los instrumentalizan (duchos en celadas discursivas tipo “el pueblo soy yo”). Que se amplifica en tiempos de indignación, narcisismo, “liquidez” de los conceptos; asimetría en la información, fallas de comunicación representantes-representados e indistinción entre mentiras y hechos.
Tales episodios hablan una y otra vez del peligro de confundir la popularidad de los gobernantes con su idoneidad para promover evolución política; de ver la voluntad mayoritaria que los favorece -no la regla consensuada- como ultima ratio para avalar su autoridad. Por si fuese poco, ese embeleco que, en virtud del déficit institucional, Ortega y Gasset advertía en la hiperdemocracia (“quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado”) cobra nervio gracias a las redes sociales. Los ecos de la condena de muerte para Sócrates en el año 399 a.C., aprobada mediante voto popular y directo, justifican las alarmas de Platón: una democracia fallida puede acabar cediendo su lugar a la tiranía.
En entorno cada vez más complejo, es vital complejizar aquello del “gobierno del demos” al mirar fenómenos recurrentes como los de Trump, Bolsonaro o la “mano dura” de El Salvador, Nayib Bukele (“nadando en popularidad, más de 90%, y alertas de excesos”, reseña la prensa). O como el que en su momento encarnó Chávez, salvador de masas y fustigador del sistema representativo instaurado en Venezuela a partir de 1958. Por supuesto, las críticas a la democracia -en tanto modelo siempre imperfecto, siempre inacabado, siempre en construcción- deben no sólo existir sino fomentarse. Pero estar dispuesto a sacrificar esos sensibles equilibrios capaces de refrenar pasiones y cultivar la pluralidad, sólo para librarse de la incertidumbre propia de la incesante gestión de intereses, sería invocar la tiranía de la mayoría. Esto es, la absolutización del principio mayoritario, deriva que suele dar la espalda a la división de poderes y agudizar los efectos de la tiranía social (J. Stuart Mill).
“Aunque la voluntad de la mayoría debe prevalecer en todos los casos”, señalaba Thomas Jefferson en 1801, “esa voluntad, para ser justa, debe ser razonable”. He allí el matiz cualitativo que complementa y perfecciona la condición cuantitativa asociada a la toma de decisiones en estos sistemas. Así, vincular cantidad (mayor número) con calidad (mayor valor) sigue siendo el gran desafío de la democracia posmoderna. Que las instituciones, las normas, el imperio de la Ley, los contrapesos, el Estado de Derecho o la idea del poder controlando al poder sean vistos no como garantes de esa calidad sino como enemigos de la voluntad popular, sólo anuncia una senda de retrocesos. La percepción de que esta suerte de “mesianismo democrático” es opción no sólo viable sino necesaria en tiempos excepcionales, sigue amenazando con desmantelar esos balances que -con gran esfuerzo de la razón- habilitaron la capacidad de automejora de las sociedades democráticas.