La conjura de los pelmas - Irene Vallejo

La conjura de los pelmas – Irene Vallejo

Locuaces y sabelotodos son impermeables a la sabia disciplina de saber escuchar.

Publicado en: Milenio

Por: Irene Vallejo

Cada cierto tiempo sufres una invasión de ladrones de mentes. Las canciones infantiles de tu hijo se apoderan de tu cabeza e incordian en bucle. Este fenómeno, llamado “gusano musical”, ha intrigado a los científicos: una tonada se adhiere a nuestros pensamientos y suena una y otra vez, durante días, sin que podamos detenerla. A veces la canción ni siquiera nos gusta, o incluso nos saca de quicio. Cuando nos inunda el cansancio —con niños alrededor, suele ocurrir—, somos más vulnerables. Resulta dificilísimo silenciar la melodía invasora, pero, al conseguirlo, el alivio es inmenso. No en vano, en los mitos y tradiciones —la piedra de Sísifo, las vísceras de Prometeo, los tormentos del infierno—, el castigo toma la forma de repetición estéril.

Con demasiada frecuencia los políticos practican la insistencia obsesiva, olvidando que, en el debate público, se intenta agotar los temas pero no a la ciudadanía. Desde hace milenios recurren a frases trilladas, argumentarios que calcan y recalcan en cada comparecencia. Catón el censor, un senador romano del siglo II a. C., acababa todos sus discursos parlamentarios, tratasen de lo que tratasen, con las mismas palabras: Carthago delenda est, “hay que destruir Cartago”. Esa ciudad, capital de un imperio situado en el territorio del actual Túnez, pertenecía al eje del mal de los romanos. Cuando Catón insistía en que era necesario borrar del mapa la ciudad, no se trataba de una mera forma de hablar ni de inofensiva belicosidad. Al final, Roma forzó la guerra: esas consignas engendran consecuencias. Catón se ha convertido en el símbolo de los líderes que martillean con sus eslóganes, como si la reiteración implicase tener razón, como si pudieran persuadirnos a fuerza de aburrirnos. Recuerdan a los policías gemelos de los tebeos de Tintín, Hernández y Fernández. Cuando uno habla, el otro añade: “Yo aún diría más”. Y repite lo anterior, como el zumbido de un insecto empedernido. Existe una misteriosa tendencia a asaltar al prójimo con discursos moscardones. El ataque de las bocas sin cerrojo.

En su libro Caracteres, el filósofo griego Teofrasto retrató a los antepasados de nuestros modernos doctorandos en “sabelotodismo”. Al parecer, ya en tiempos de Aristóteles pontificaban sobre el mismo repertorio reiterativo de temas: la avalancha de inmigrantes, teorías macroeconómicas, los mejores locales para tapear y la decadencia del presente. “El locuaz es de este modo: sentándose muy arrimado junto a otro, le encaja, uno por uno, los platos que cenó, y cebado ya en la conversación, añadirá que los hombres de estos tiempos son mucho peores que los antiguos; se quejará del precio del trigo y de cómo la ciudad se va llenando de extranjeros. El que se vea junto a hombres semejantes debe desprenderse y escapar, si no quiere contraer fiebres”.

Teofrasto también describe la subespecie omnisciente, aquellos que siempre saben cómo habría que hacer las cosas. Desde la barra de cualquier bar, serían los mejores presidentes de gobierno, seleccionadores de futbol e incluso dirigirían bancos centrales. Como aquel personaje de la mítica Amanece que no es poco, que afirma: “Yo podría haber sido una leyenda, o una epopeya si nos juntamos varios”. El modus operandi de esta tipología de pelmazos es muy predecible. Conocen mejor que nadie cualquier asunto que surja en la conversación, y se ofrecen generosamente a explicártelo. Cuando acuden a la escuela o palestra de sus hijos —continúa Teofrasto—, raudos se dirigen a los entrenadores y maestros para darles lecciones. El plasta siempre está presto a taparte la boca y abrirte los ojos.

Otro filósofo, Zenón de Citio, dijo: “Tenemos dos orejas y una lengua, para oír mucho y hablar poco”. No es casualidad que Zenón fundase el estoicismo, tal vez tras soportar impasible la conjura de los pelmas. Quizás la auténtica sabiduría consista en escuchar mejor antes de lanzarnos a hablar, porque nadie parece darse cuenta de cuándo resulta pesado. Sin ser conscientes, podríamos repetirnos cual gusano musical, como una canción inmisericorde. Cada loco con su tema y yo con el mío: nos encanta acaparar la conversación, a propósito y a despropósito.

 

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