Por: Ibsen Martínez
Cuando Salvador Allende murió por propia mano en el fragor del golpe militar más aborrecible del siglo XX en nuestra América, faltaban menos de 90 días para la elección presidencial de 1973 en Venezuela.
La fracción mayor de la izquierda venezolana, derrotada toda ella hacía poco en sus intentos fidelistas de obtener el poder con las armas, acudía ahora a elecciones con un candidato de aspecto, modales y habla santurrones—José Vicente Rangel—. Sus partidarios labraban, en un país caribeño, muy diferente al de Luis Emilio Recabarren, una improbable trocha electoral para llegar a un socialismo que, proclamaban, habría de ser democrático.
Ahora, tras el final sangriento de la Unidad Popular chilena, los allendistas venezolanos—así cabría llamarlos, pienso hoy, pasado ya medio siglo—marchaban a la cita electoral con solo la mitad del corazón: el desenlace del proceso chileno parecía dar la razón a la izquierda leninista y radical: con votos no se iba a ninguna parte.
Los allendistas militaban casi todos en un gran desprendimento del viejo Partido Comunista, encabezado por Teodoro Petkoff. De vocación moderada, aquella agrupación nació de este lado del triunfo de Allende en 1970 y fue fruto natural de la crisis del movimiento comunista mundial. Se pensaba entonces que, con suerte, se convertiría en una fuerza socialdemócrata de avanzada. Eso nunca ocurrió.
El resto de la izquierda, aunque también desarmada, seguía siendo leninistamente recelosa de la “democracia burguesa” y prefirió ser un vociferante compañero de ruta de Rangel. Juntas, las dos izquierdas no recogían más que el 9 por ciento de la intención de votos.
A todas, incluyendo a muchos moderados, los imbuía la vaguedad de que agruparse, así fuese tan solo para la “farsa electoral burguesa”, era acumular fuerzas, “prepararse”, aunque no estuviese claro para qué. Dominaba el desánimo.
En aquel tiempo de guerrillas derrotadas, la certidumbre de un enfrentamiento de clases decisivo que en un plazo indeterninado pero inexorable elevaría la lucha nuevamente hasta “la hora de los hornos”, no abandonaba a las izquierdas. Acudían a las pinches elecciones, “mientras tanto y por si acaso”, según dijo famosamente un líder sindical.
Todo esto que cuento no era sino un avatar del nunca agotado debate latinoamericano sobre las formas de lucha. El golpe de Pinochet y la muerte de Allende abolieron instantáneamente los argumentos de ambas formaciones.
Hubo, desde luego, manifestaciones de repudio y no faltó el excomandante guerrillero que ofreciese volar a Chile con su experiencia de combate. Pero esas extravagancias, igual que las consignas solidarias, fueron ahogadas en cosa de días por el sprint final la avasallante campaña electoral de Carlos Andrés Pérez. Menos de un mes más tarde, estalló en Oriente Medio la Guerra de Yom Kippur.
El boom de precios del crudo que trajo el embargo de envíos a Occidente, acordado por los países árabes de la Opep en represalia por el apoyo a Israel, trajo, de la noche a la mañana, más de diez mil millones de dólares solamente en el primer año del gobierno de Pérez. Nacía así el petroestado bipartidista que acogotó a la izquierda venezolana hasta hacerla irrelevante.
25 años más tarde, toda la izquierda venezolana se arrojó en brazos de Chávez, un oficial felón y golpista como Pinochet, y se fundió para siempre en el funcionariado de una dictadura militar y cleptócrata.
Los jóvenes de mi generación habían registrado desde todo el continente los hitos de una década que comenzó con la Revolución cubana y terminó con el fiasco de la zafra de 1970. Entre medias, el mayo de París, las dos veces estremecedora Praga, la muerte del Che Guevara y la matanza de Tlatelolco. No estallaban aún las guerras de Centroamérica; para soñar solo teníamos Chile y allá fuimos, por millares. Con Galeano, Serrat y Los supermachos de Rius, gran mexicano, en la maleta.
Cumplí los 21 confinado, junto con casi un centenar de jóvenes, en la Embajada venezolana en Santiago, todavía en vigor los toques de queda. Esperábamos que la Junta Militar autorizase la llegada de un avión de la fuerza aérea venezolana que nos llevaría a casa. Uno de los nuestros había encanecido de la noche a la mañana luego de haber sido fusilado en falso dos veces durante su detención en el Estadio Nacional. Los milicos tomaron por cubano su acento caraqueño y lo torturaron. Se hablaba de ejecuciones sumarias en Valdivia. Entonces, una larguísima noche, una chica de Maracaibo llamada Belén Atencio, contó lo que para casi todos, y me incluyo, fue la primera noticia de la misión chilena.
En 1936, Venezuela salía trabajosamente de la oscuridad después de 27 años de la bárbara dictadura de Juan Vicente Gómez. El general que heredó el mando sorprendió a todos con su disposición de conducir la transición hacia la democracia política. Los jóvenes demócratas que pronto coparon la escena alcanzaron con el general López Contreras convenios impensables hasta entonces.
Uno de aquellos jóvenes, el escritor Mariano Picón Salas, al regresar de un largo exilio en Santiago, alentó un acuerdo de asistencia técnica en materia educativa con el gobierno socialista de Arturo Alessandri.
Picón Salas admiraba a Andrés Bello, el humanista y gramático venezolano considerado arquitecto de las instituciones republicanas chilenas, fundador de su universidad, gran educador y legislador. Consideraba que el estudio de las ideas educativas de Andrés Bello, quien murió en exilio, era el mejor antídoto contra el venenoso y militarista culto a Bolívar. En esta comarca de tiranos, doctorcitos, malos poetas e historiadores epopéyicos tenemos que construir y educar un país, dijo en una carta a Rómulo Betancourt, en 1932. En aquel tiempo, menos del 20 por ciento de la población en edad escolar estaba inscrita en alguna escuela.
La visita de la Misión Educativa chilena tuvo lugar en 1937 y se convirtió en hito histórico del camino hacia la democracia. Los educadores chilenos permanecieron en Venezuela más de cuatro meses, trabajando a todo vapor con los mejores reformadores sociales venezolanos—médicos sanitaristas, maestras de escuela—y al cabo dejaron marchando la creación del Instituto Pedagógico de Caracas, a imagen del santiaguino, núcleo germinal de lo que en breve tiempo llegó a ser el mejor sistema de educación secundaria pública que tuvimos jamás. Lo menos diez generaciones de venezolanos de forjaron en él, hasta que en 1999 llegó un comandante de paracaidistas y mandó parar.
Según recuerdo aquella noche de toque de queda en Santiago, hace 50 años, Belén Atencio es una flaca elocuente que usa flequillo. Y sentencia: “la misión chilena nos trajo de vuelta a Andrés Bello. Completico”.