Soledad Morillo Belloso

El 22 de octubre – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

El inventario de excusas se les fue adelgazando, hasta quedar en la insiforia. Pero por ninguna parte se asoma la vergüenza, el remordimiento y la mínima pedida de perdón. En la bolsa de justificaciones se guarece la altivez de la ignorancia y el más insolente cinismo, ese mirar por encima del hombro, esa gestualidad que incluye la risita despectiva que es marca de fábrica de los rastacueros. La patanería altanera se pavonea grandilocuente, con desparpajo. Se habrá acabado la plata para las escuelas y los hospitales, para los servicios públicos, para tapar los cráteres en las carreteras, pero estos patiquines recienvestíos tienen real en abundancia. Gasta que te gasta. Dele que son pasteles. Igual lo afanado es tanto y tanto que da para varias generaciones de pachás. Varios cientos de miles de millones de dólares.
Gracias a la revolución bonita, en Venezuela ahora hay cuatro clases sociales, a saber: 1. Gente que tiene plata; 2. Gente que tuvo plata (y que cree que todavía  tiene); 3. Pobres; 4. Pobres de solemnidad. Los números del último estudio ENCOVI son simplemente escalofriantes y contrastan con las caras de felicidad de los personeros del gobierno.
Seguramente Venezuela es uno de los países más misteriosos de América Latina. Los venezolanos nadamos a ciegas en aguas de secretos muy densos. Mil cosas se taparean. En este corsariato, cientos de decisiones son tomadas entre gallos y medianoche, con el aplauso de complacientes. Al pueblo (término que nos incluye a todos), cuyo único pecado es la ingenuidad, no nos ha caído la locha. Lo que  cargamos sobre nuestras espaldas es un gigantesco mono contraído con dos de los países más imperialistas del mundo. No entendemos la magnitud de la masacre a Pdvsa. Y menos aún entendemos que una monumental deuda nos ha convertido a los venezolanos en esclavos de la morosidad. No hemos medido el disparate que supone que sea en La Habana donde se toman las decisiones importantes. Tampoco  comprendemos que cada vez que el señor del bigote se mueve -fundamentalmente para pedir prestao o para profundizar pleitos- gasta una pantagruélica cantidad y se lleva una comitiva que más parece la corte de un obeso emperador. Millones de venezolanos no tenemos tiempo ni energía para andar cazando noticias.  La recesión y la inflación- palabras que se han instalado en el vocabulario cotidiano- significan vivir al día. Hacemos magia y maromas para sobrevivir y poner algo sobre la mesa. La vida no da para más.
La esclavitud se hace aún más patente en las bolsas de comida que todavía reparten y que, cuando hay suerte, contienen un paquete de 200 grs de café de pésima calidad, un pollo esmirriao, granos con «habitantes» (gorgojos), una bolsa de algo que en la etiqueta dice “bebida láctea”, arroz de grano partido, aceite que tapa las arterias y unos paquetes de azúcar que dicen pesar medio kilo y no llegan ni a 300 grs.
En el autobús escucho a alguien burlarse de lo que dice no sé quién del gobierno. Me mira y sonríe. «¿Usted está oyendo lo que dice este ‘pжшыщ’? ¡Que Venezuela está mejor!». Por los clavos de Cristo, ¿cuál Venezuela está mejor?
Hay millones de historias de dolor. No las podemos ver como gallina que mira sal. La indiferencia ante el dolor del prójimo es pecado. Sí, pecado.
Si usted es de esos que piensa que el domingo 22 de octubre no vale la pena ir a votar, ese día, cuando se lave la cara (si tiene agua), se quite las lagañas y se mire al espejo, piense en los millones de venezolanos que no sólo están mal, están sufriendo calamidades indecibles. Un millón cuatrocientas mil personas pasan hasta 3 días sin comer en Venezuela. Sí, hay muchos que están peor que usted y que yo, que «ya es mucho decir». Pero el dolor es del país.
El 22 de octubre vaya y vote, por quien usted quiera, por quien más le guste (o menos le disguste), pero vote. Vote con entusiasmo y placer (o con rabia y calentera), pero vote. Con confianza (o sin ella), pero vote.
El 22 de octubre yo voy a votar. No sólo es mi derecho. Es mi deber. Y créame, no tengo el alma invadida de alegrías. Pero mi país está por encima de mi pesadumbre y desconsuelo.
«No hay peor diligencia que la que no se hace», reza una vieja conseja en mi memoria.

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Post recientes