Publicado en: Milenio
Por: Irene Vallejo
Los últimos años nos han enseñado que el dinero puede ser virtual, cifras que ascienden vertiginosas en pantallas de ordenadores, cantidades que cambian de manos y forman parte de juegos bursátiles trepidantes gracias a la velocidad informática, transformándose en ganancias o pérdidas en cuestión de segundos. Nuestra perplejidad ante los malabarismos especulativos puede parecernos un rasgo muy actual, pero ya los antiguos griegos, a su escala, sintieron asombro por los mecanismos de multiplicación del dinero frente a la riqueza derivada del trabajo.
En la economía del canje, un bien se intercambia por otro bien. El dinero nació para servir como valor de cambio. Muchos artículos han circulado a lo largo del tiempo, facilitando el pago en las transacciones: cabezas de ganado, conchas, tabaco, whisky o especias. La palabra “salario” remonta a los tiempos de los romanos, cuando se pagaba con sal. Pero durante siglos se impuso la moneda de metal que, según los historiadores antiguos, empezó su trayectoria hace menos de treinta siglos. Aristóteles analizó en su obra la novedosa dimensión del dinero que se multiplica como si tuviera hijos en forma de intereses. Para los sabios antiguos era sorprendente que el dinero, mero instrumento de cambio, fuera capaz a su vez de reproducirse y generar más dinero. Junto a sus ventajas prácticas, empezaban a experimentar las consecuencias inesperadas de la economía monetaria: el afán de ganancia acumulativa y el lucrativo negocio de la usura. La posibilidad de ganarse el pan con el sudor del de enfrente.