Por: Jean Maninat
¿Cuál es la diferencia entre un revolucionario y un revoltoso? ¿Entre una fría máquina de matar guevarista y un diletante de iPad de hoy en día? ¿Entre un eficaz apparátchik leninista y un refinado fabiano inglés? Estar convencidos –¿poseídos?- de un proyecto transcendente, de una misión que cumplir impuesta por un deber histórico que cayó sobre sus hombros y que tiene que cumplir. Son briznas en el viento (yes, suena a bolero), llevadas por la fe en una ideología, una creencia religiosa o la confianza férrea en un partido y sus mitos fundacionales.
Nadie como Lenin forjó el paradigma del revolucionario profesional, despojado de sentimentalismos, de los fogonazos de la voluntad, de la vanidad pequeñoburguesa, del infantilismo de los apresurados. Un grupo de cuadros profesionales, dispuesto a todo, vale más que masas de hombres y mujeres ondeando banderas, levantando pancartas y tragando gases represivos. Ah, los pobres mencheviques, los socialrevolucionarios, luego los trotskistas, y más tarde la plana mayor bolchevique, sufrirían el asedio mortal de Koba el temible (cheers Martin Amis), el revolucionario profesional por excelencia, su modelo platónico allá en el topus uranus.
Pero, el fervor revolucionario por demolerlo todo no pertenece solo a la izquierda marxista-leninista, tanto el nacionalsocialismo alemán como el fascismo italiano eran movimientos revolucionarios, luego etiquetados con apuro como de ultraderecha, que competían en las calles con socialdemócratas y comunistas por el alma de los sectores populares a punta de cachiporra y plomo, y con apoyo de renombrados intelectuales deslumbrados por la violencia y los uniformes. Compartían una aversión por el establishment, por las clases dominantes y sus políticos traidores que habían entregado a sus países (la casta), por el capitalismo promiscuo y sus operadores financieros, los judíos.
(Vale la pena darse -o volver a darse, si ya lo hizo- un paseo por Hitler y Stalin: Dos dictadores y la segunda guerra mundial del historiador británico Laurence Rees, para despejar cualquier duda acerca del sombrío ADN político que los equipara en su afán ideológico por destrozar todo, para refundar todo).
En medio de la anemia democrática de la que habla el último informe de Latinobarómetro, han surgido toda suerte de híbridos autoritarios a los cuales es difícil -por no decir inútil- colocar en las casillas de izquierda y derecha tan cómodas para dejar durmiendo la capacidad de ver (perdón, visionar) críticamente los hechos políticos. ¿Es Bukele un desalmado ultraderechista o un vanidoso y hábil intérprete de los miedos más profundos de los salvadoreños? ¿Es Petro un redomado comunista comeniños, o un anestesiante declamador de naderías, incapaz de gerenciar su cotidianidad y la de sus colaboradores más cercanos?
Y, por supuesto, qué decir del león afeitado de la motosierra revolucionaria que todo lo iba a destruir para que nada fuera igual: embaucó a millones que clamaban ser embaucados y ahora se lamentan. ¿Habrá algo más revolucionario que una revolución anarco-liberal, llevada a cabo comme il faut a expensas de la institucionalidad democrática porque no estamos para tibiezas, es ahora o nunca?
¡Revolucionarios!