Mibelis Acevedo Donís

La emoción pública – Mibelis Acevedo Donís

Publicado en: El Universal

Por: Mibelis Acevedo Donís

Quizás uno de los episodios más coloridos y poco trajinados de nuestra historia es el que da cuenta del famoso baile entre Simón Bolívar -habilidoso danzarín, según cronistas de la época- y uno de sus más importantes oficiales, el General José Laurencio Silva. Pongámonos en contexto: el año es 1825 y el mes octubre, cuando Bolívar llega a la Villa Real del Potosí, prendado esta vez de las gracias de Joaquina Costas. Su decisión de prolongar su estadía hasta el próximo 28 para celebrar allí el día de su santo, da motivos para organizar los festejos que honrarían la presencia del Libertador en esa ciudad.

El 28, día de San Simón, precedido por bailes populares en la Plaza del Regocijo y serenatas para el agasajado, se inaugura con una misa en la Iglesia de la Compañía de Jesús y cierra con rumboso banquete en los salones de la Casa de la Moneda. ¡Ah! Bolívar asistió puntual y con ánimo bullicioso, claro está. Allí estaba, vestido con impecable frac de paño negro y levita, luciendo una de las joyas que más apreciaba: el medallón de Washington que ese año recibió en nombre del Gobierno de los Estados Unidos como homenaje a su lucha por la independencia de Suramérica (el “continente de Colón”, como luego escribiría sin ápice de resentimiento el propio Bolívar para agradecer las diligencias de George Washington Parke Custis, hijastro del prócer norteamericano). Pero estando la velada en su apogeo, Bolívar notó que las damas presentes rechazaban una y otra vez la invitación a bailar que les hacía el General Silva. Y no porque este no supiese bailar o no contase con buen porte, no. El problema es que José Laurencio no era blanco, era mestizo; un rasgo que no pasaba desapercibido en la aristocrática sociedad peruana.

La incomodidad ameritaba un gesto importante, un sensible reparo. Entonces Bolívar pidió silencio a la orquesta y, dirigiéndose con tono dramático al honorable cojedeño, le dijo: “Señor José Laurencio Silva… ilustre prócer de la independencia americana, héroe de Junín y Ayacucho, a quien Bolivia debe inmenso amor, Colombia admiración, Perú gratitud eterna… sabed que el Libertador quiere honrarse en bailar ese vals con tan distinguido personaje… ¿me concede el honor?”. Lo siguiente fue ver a estas dos poderosas figuras, estos dos virtuosos bailarines haciendo giros ante los ojos de una estupefacta audiencia que terminó aplaudiendo la osadía. Por supuesto, tras lo ocurrido, se dice que a Silva no le faltaron compañeras de baile esa noche.

Está visto que esa discriminación que tanto preocupaba al Bolívar-reformador había sido desmantelada -al menos momentáneamente- no por obra de una latosa reconvención o un discurso sin conexión con los valores y la cultura que entonces se imponían; sino gracias a un agudo, sagaz, visible ejercicio de modelaje. Incluso en tiempos de guerra, afectar la opinión establecida, impulsar la transformación de las consciencias para propiciar el cambio social y político, si bien no puede prescindir de un corpus retórico sustancioso y atractivo precisa también de una práctica en consecuencia. Una no sólo capaz de modelar una opinión, sino una emoción pública.

Repasar la historia del baile entre Bolívar y Silva parece propicio en tiempos en que el tema de la narrativa vuelve a copar todas las conversaciones. No nos ocuparemos acá, por cierto, de desmenuzar lo que ha sido recibido como un acrítico, desmañado, sesgado abordaje por parte de Lula da Silva, quien recientemente aconsejaba a Maduro «deconstruir la narrativa» que pone a Venezuela como un país que «enfrenta problemas con la democracia». Tampoco de medir el impacto de una novedad, la estratégica rehabilitación diplomática, la posibilidad de enfrentar políticamente al Estado venezolano en foros multilaterales, expresar allí las discrepancias e instarlo a dar respuestas. Pero sí destacar que, sobre todo durante los momentos electorales, conviene estar claro en cuanto al papel del mentado recurso, sus usos y alcances.

“La narración es una de las grandes categorías del conocimiento que nos permite entender u organizar el mundo”, dice Barthes. De la fuerza de esa dramática reescritura de la realidad el chavismo conoce bastante, por cierto (sobre democracia “Chávez tiene hoy mucho que enseñar, incluso a nosotros los europeos”, afirmaba Gianni Vattimo en La Stampa, en 2005). La era Chávez, todavía atada a la percepción de prosperidad que financió la abundante chequera petrolera, también sirvió para perfilar y amplificar un mito, con esa claridad “que no es la de la explicación, sino de la comprobación” (Barthes): el auspicioso arribo de una “marea rosa”, la revolución llamada a poner a Venezuela en la esquiva senda del desarrollo con inclusión.

Pero si bien es cierto que una maquinaria estatal puesta al servicio de cierta línea narrativa contribuye a encauzar la percepción, hay que decir que, en tiempos del homo digitalis, incluso el marketing político más eficaz necesita hacerse de algunas evidencias contrastables. Ayer sobraban los recursos para dotar de alguna verosimilitud al relato oficial; hoy no hay bienestar qué exhibir ni fuelle para insuflar nervio a las ficciones. Un político curtido como Lula seguro no pasa por alto ese detalle cuando aconseja “construir una nueva narrativa» desde el poder. Algo que depende, necesariamente, de construir y mostrar otra realidad, una práctica en consecuencia.

Convengamos entonces que las realidades políticas sustentan y vigorizan esos relatos; esa capacidad que, según Yuval Noah Harari, permite a los sapiens transmitir información acerca de cosas que no existen en absoluto, y promover la cooperación flexible y a gran escala. Paradójicamente, de esa certeza podría nutrirse una oposición que aspira al poder, y que ahora mismo no le queda sino recurrir a la palabra, al arte de contar historias convincentes para promover los cambios de fondo que el país necesita. Para ello, eso sí, habrá que hurgar en los imaginarios colectivos haciendo un ejercicio de observación tan penetrante y empático como el de Bolívar en Potosí. Crear un espacio de imaginación democrática al cual el ciudadano-público esté invitado a bailar, a participar, también pasa por mostrar actitudes coherentes y modelajes razonables. El líder que dice ser precursor de la integración, adalid de la transformación y defensor de la democracia, en fin, no puede menos que comportarse democráticamente.

 

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