Publicado en: Prodavinci
Por: Mari Montes
No he vuelto al ballet.
En cada bailarina que aparece la busco, la encuentro entre las morenitas, imagino que ella sería así, y sin poder controlarlo, comienzo a llorar.
Me ha dado pena, es absurdo estar desecha en llanto viendo el Cascanueces o Coppelia, pero es que lo que me hace sentir esa tristeza opresora no es el arte, es que mi hija está muerta, y la lloro.
Dejé de ir al ballet para no exacerbar la tristeza. Una vez le dije esto a alguien y se echó a reír, nunca entendí qué pudo hacerle gracia.
Desde la madrugada del 25 de abril de 2002, hace veinte años, ando con este dolor que es un suplicio, un duelo eterno. Es un dolor que revive a cada rato. Cumpliría veinte años; cuando veo a una muchacha de esa edad pienso que podría ser una amiga de Lucía, que así estaría ella.
Le pusimos Lucía por la canción de Serrat. Lucía significa «la de la luz».
Tenía cuatro días cuando partió. Llegó un domingo en la mañana, con lluvia, y se fue la madrugada del jueves. Poco después de las dos de la mañana salió el neonatólogo de terapia intensiva: “¡La niña falleció!” Yo estaba esperando escuchar eso, sabía en mi corazón que no iba a darse el milagro que había pedido rezando en las escaleras de la clínica, mientras las chicharras cantaban intensamente. También las chicharras me recuerdan a Lucía, y los girasoles, y los lazos rosados.
Recuerdo que a los pocos días, un amigo que ya era abuelo, me dijo: “Era muy chiquita, al menos no tienes recuerdos”. Yo sé que fue una manera de darme consuelo. Seguro que para él eso podía aliviarme. No dije nada. Cuando uno está con ese dolor, escucha cosas como si uno no está ahí.
Tener recuerdos de alguien que amamos es tener mucho, vivir imaginando cómo sería alguien que amamos y que murió es muy triste.
Yo solo tengo cuatro días de Lucía.
Lucía nació perfecta, la mañana del domingo 21 de abril de 2002. Me despertaron las contracciones. Mi mamá, que era enfermera con estudios en puericultura, tal como cuando iba a nacer nuestro hijo mayor, Daniel, me pidió que tomara el tiempo entre una y otra, mientras terminaba de acomodar la canastilla. Era una cesta preciosa, decorada con una tela de cuadros rosados y blancos, y encajes de seda. Casi todo estaba en orden, la ropa para vestirla al nacer, un faldón blanco con beige, precioso, como de princesa.
A los minutos eran más frecuentes, tomé un baño rápido, había comenzado el trabajo de parto. Ya con todo listo, salimos a buscar a mis padres, que nos quedaban en el camino, y a dejar a Daniel con Elinor, mi hermana, que estaba ahí con su hija Bárbara, una bebé de un año. Las contracciones iban más y más rápido; cuando me bajé de la camioneta puse mi mano entre las piernas porque sentía, literalmente, que se me iba a salir.
Entré por Emergencia: ahí me pusieron la bata, bajó el doctor, tomaron la tensión, abrieron la vía y tuvieron que salir corriendo conmigo porque casi doy a luz en el ascensor. Cuando llegamos al quirófano no hizo falta analgesia: no dio tiempo de ponerla. Yo estaba extenuada, eso lo recuerdo, pero no puedo describir el dolor del momento del parto, ni siquiera puedo asegurar que lo sentí porque no lo recuerdo, aunque solo tenía suero, no hubo necesidad de Pitocin para acelerar las contracciones o dilatar. En cuatro horas, desde la primera contracción, di a luz a nuestra hija.
Lucía nació dentro de la bolsa amniótica, íntegra, eso que llaman “nacer enmantillado”; se supone que es de buena suerte. Desde entonces no tengo ningún respeto por ese dicho.
Todo fue tan natural -incluso lo rápido que agarró el pecho y el apetito que tenía- que el médico nos dio de alta al día siguiente.
Nos fuimos a casa de mamá: el plan era estar ahí una semana antes de regresar a nuestro apartamento, donde aún faltaban unos detalles en el cuarto de ella.
Era una niña súper linda, no sufrió en un parto largo. Recuerdo que una enfermera comentó que parecía que había nacido por cesárea. Fue muy visitada. Muy bienvenida y celebrada. Nos hizo muy felices cuando llegó.
Todo iba bien. Recuerdo que Daniel, “El Chino”, estaba encantado con su hermanita, a quien le decía “Pelusa”. Ella tenía el cutis como un melocotón; creo que por eso la llamó así. Llegaba del colegio y se quedaba con nosotras. Yo le cantaba las mismas canciones que le cantaban a él. Los abuelos estaban felicísimos, y los tíos, y mis amigos. Hasta en la radio comentaron su llegada.
Casi a la media noche del 23 abril, después de comer, comenzó a llorar sin parar. Pensamos que era un cólico e hicimos lo que uno hace cuando un bebé llora. La paseamos cargada, le di pecho, trataba de dormirla. Así pasó largo rato hasta que se quedó dormida, cansada de llorar. Casi al amanecer me di cuenta de que estaba fría. Salimos a la clínica.
Había cola en el bulevar de El Cafetal, pero llegamos antes de que lo hiciera el pediatra. Siento que pasaron horas, aunque no fue así. Luego de examinarla y detectar que ya no tenía el “reflejo del mono”, ya no apretaba al estímulo de la palma de la mano, nos hizo subir a terapia intensiva. Recuerdo que Daniel debió cargarla para que le sacaran sangre, yo no puedo ver esas cosas. Ella no lloró.
Cuando se la entregué a la doctora, le pregunté: ¿Ella se puede morir?, la respuesta fue tan dura como la pregunta, solo agregó una palabra: “Sí, ella se puede morir”.
No sé qué pensé, Daniel estaba al lado mío. En ese momento estábamos solos los dos.
Nos sentamos en silencio, muy juntos, tomados de las manos, cada uno con su conversación privada con Dios.
Le pedí que la salvara, me decía a mí misma que esa respuesta tenía que ser una exageración. Recordé una conversación que habíamos tenido César Miguel Rondón y yo con Andrés Galarraga, en la entrevista preparatoria del documental que hicimos cuando enfermó de cáncer: “Uno no se puede poner bravo con Dios porque se queda solo”. Entonces le pedí que pasara lo que pasara, no me dejara arrecharme con él.
En algún momento había un gentío en el piso de terapia intensiva: amigos y familiares que rezaban. Todos con opiniones, todos con teorías, con recetas para calmarnos, con sus mejores intenciones. Era agobiante.
Produzco mucha leche, así que tenía que ir constantemente al baño a sacármela con el “tiracheche” y botarla, porque a Lucía la tenían entubada, con oxígeno, conectada a aparatos para monitorear sus signos vitales, con una vía para el suero.
Era necesario que le pidiera a Dios que me diera fuerzas porque ahora que escribo esto por primera vez, pasados veinte años, es que me doy cuenta de lo cruel que fue ese día.
Al final de la tarde llegó Mikel de Viana. Luego de rezar en la escalera entramos los tres: Daniel, Mikel y yo, a bautizar a Lucía. Fue un bautizo con extremaunción. Recuerdo la dulzura de Mikel frente a la incubadora, con la biblia en sus manos. Las enfermeras, un poco lejos, nos acompañaron en el rezo. Cuando salimos había terminado la hora de visitas; fue un alivio que se fueran todos, solo quedamos las abuelas y nosotros.
Recuerdo que me quedé dormida; recuerdo también que estaba tan impresionada por ver a la bebé tan intervenida, con el color del mármol, que le dije a Dios mentalmente: “Si no va vivir, que deje de sufrir”. A las pocas horas vino el médico con la terrible noticia.
No recuerdo cuánto tiempo estuvimos abrazados Daniel y yo. No recuerdo nada más. Sé que fuimos en silencio hasta nuestra casa. Me bañé y dormí una hora. Daniel se había ido con mi cuñado a hacer todas las diligencias. Debió sacar la partida de nacimiento y el acta de defunción el mismo día. Hicieron todos los arreglos funerarios. Llamaban por teléfono a casa y yo no atendía. No quería hablar con nadie.
Vivíamos en el piso 6 de un edificio de 7. El balcón daba a una zona verde que es una reserva forestal repleta de yagrumos donde moran perezas. Saltar acabaría con mi dolor, pero pensé en el Chino, que tenía cinco años; también, en que soy una mujer de fe. Entonces pedí perdón a Dios.
Lloré en el sofá y volví a quedarme dormida hasta que llegó Daniel y nos fuimos al cementerio.
Estaba aturdida. En medio de la capilla 3 de la Funeraria Monumental del Cementerio del Este estaba una pequeña urna blanca, con una cruz de flores que no sé quién mandó a hacer y varias coronas. (Cuando yo muera deseo que no manden flores: manden dinero a una causa que vele por niños o por ancianos).
Recuerdo que Mikel de Viana no quiso dar la misa allí, de modo que lo hizo el sacerdote del cementerio antes de que la llevaran a cremar.
El proceso fue breve, al menos así lo recuerdo. Lo que sí tengo muy claro es lo que sentí cuando me dieron la caja de madera con sus cenizas: estaba hirviendo; tan caliente que casi se me cae de las manos. Tal vez era que me sentía en el infierno.
Volvimos a casa. Solo los amigos más cercanos nos acompañaron. Dormimos sin hablar mucho.
El doctor llamó tres días después: la bacteria “estreptococo betahemolítico” -que al entrar en el organismo hace cadenas- minó su cuerpo silenciosamente y produjo una “sepsis multiorgánica” que acabó con su vida. Una bacteria, un microorganismo que para detectarlo se necesita hacer un cultivo y verlo en un microscopio, había sido el causante de su muerte. Es una bacteria que pudo estar en cualquier parte; es la bacteria que muchas veces nos produce dolor de garganta. Ella pudo contaminarse en el canal de parto o después de nacer. En terapia entendí que no tiene sentido preguntarse eso.
Desde entonces las estadísticas no significan lo mismo, no me confío: el índice de mortalidad es de 1 caso en 100 mil y a mí me tocó ese número. Apenas una persona entre 80 mil nace “enmantillada” y por eso es buen augurio.
Lo que sí quedó como una convicción irrebatible para nosotros fue algo que dijo Mikel en la misa (la hicimos en casa de mamá). Alguien había dicho: “Dios te lo da, Dios te lo quita”; a Mikel eso no le gustó. La verdad ya no recuerdo quién soltó aquella expresión tal vez para consolarnos. Mikel dijo que no quería oír a nadie repetir eso, que Dios no es un despiadado que le quita un hijo a sus padres, y enfatizó: “Dios conoce el dolor de ellos, Dios y la Virgen saben lo que ellos sienten, vieron morir a su hijo, Dios está al lado de ellos”.
Al año siguiente, también en abril, nació nuestro hijo Santiago. Un hijo no sustituye a otro, pero es una alegría inmensa, una bendición.
Antes de la misa tuvimos que decirle a Daniel lo que había pasado con su hermanita. Dimos muchas vueltas para explicarlo. Él con la sencillez de los niños, nos dijo: “¿Murió? Entonces se fue al cielo -miró unos segundos por la ventana y concluyó-: Quiere decir que los pájaros son de ella, ahora podrá ponerle colores al cielo”.
Es un guiño de nosotros celebrar los atardeceres que más nos gustan, así como el canto de los pájaros.
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[Texto generado en el “Taller de literatura autobiográfica” coordinado por Ricardo Ramírez Requena]