La conspiración de Paul Auster – Karl Krispin

A propósito de la partida de Paul Auster el pasado miércoles 1 de mayo, invito a la relectura de este texto de Karl Krispin, de marzo 2019.

Publicado en: Zenda Libros

Por: Karl Krispin

 

Hace algunos años consentí a un acto de adicción de esos que valdría la pena pensárselo antes de que te arrastre sin contemplaciones a un vicio inusitado: ingresé a una librería de mi ciudad y adquirí La noche del oráculo, de Paul Auster. Mucho antes de esto había tenido fugazmente El palacio de la Luna entre mis manos, pero como era mío, la persona que me lo otorgó con plazo inequívoco de vencimiento se arrepintió inmediatamente de habérmelo dado en préstamo, ya que dos semanas después de tenerlo no lo había abierto. Ella inquirió con cierto apremio si había revisado sus páginas y mi respuesta negativa le pareció una inaceptable provocación. Estaba en lo cierto y yo no lo sabía. Auster comienza a convertirse en un desvelo y cualquier reacción en contra es sentenciada. Significaba que había poseído una revelación y la había despreciado. Esa súbita dependencia iniciada un día de septiembre con la novela oracular me empujó a recorrer librerías, a dejar encargos en las mismas, a negociar el precio de un libro, a malhumorarme porque el encargo había sido irrespetado y otro adicto a Auster se había adelantado y me lo había arrebatado. En todas las librerías que visité sus libreros me aconsejaban en voz baja, como quien murmura una fría recomendación policial o tiene ante sí un desajustado, que no titubeara ante un precio, que si no lo adquiría de inmediato vendría otra persona tras de mí, porque quienes se han decidido por Auster conforman legiones parecidas a los lectores del maestro Borges, de Murakami, de John Kennedy Toole o del incomparable Álvaro Mutis. Entre septiembre y diciembre de aquel año de iniciación di con unos once libros de Auster. Pude superarlo gracias a un tratamiento de rehabilitación que comencé con Thomas Mann y Stefan Zweig.

Harold Bloom, ese gigante intelectual de los Estados Unidos, ha escrito en uno de sus libros que los americanos tienen su Dios particular. Que el dios de la cristiandad no es igual en ese país que en el resto del mundo. Que los estadounidenses se sienten especialmente amados por Dios y que América es la posibilidad de realización del paraíso en la Tierra, como lo pensaba Joseph Smith, el fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, mejor conocida como «los mormones». De hecho, Bloom llega a afirmar en La religión americana que: «Los Estados Unidos de América son una nación enloquecida por la religión»La literatura de Auster no es religiosa. De hecho, Paul Auster es un judío de Brooklyn, pero sus personajes habitan y viven el sueño americano, que probablemente sea el sueño protestante, la Tierra de Gracia y la materialización de quienes han pensado en la América predestinada. América es la nación que reconstruye la caída original, y los individuos de Auster atestiguan la disyuntiva entre seguir su destino o desecharlo. Y aquí entra uno de los elementos más atrayentes de la literatura de Auster: el dilema entre avanzar o caer entre la vía que traza la ruta de las realizaciones ante la interrupción súbita del azar. Quienes aparecen entre sus párrafos no son otra cosa que rebeldes de la libertad impuestos en el libreto de la sociedad de la pujanza y que han decidido mirarse a sí mismos para cuestionarse su propia identidad. He allí la fascinación que ejerce sobre sus lectores cuando es capaz de levantar a los personajes de sus textos sobre sus propias circunstancias, cuando no existe remordimiento de reconocer sus dobleces o su desdoblamiento frente a las circunstancias de la realidad que los exalta, condena o traiciona.

La literatura de Auster constituye un viaje. Un viaje excepcional, el más excepcional de todos, que es la vida misma. Entre los favoritos de su trama aparecen siempre escritores, con lo que se delata a sí mismo, y con los que intenta la reinvención de un lenguaje para enfrentar la caída original del Paraíso que se recompone en Norteamérica. Porque el Paraíso Perdido es también la pérdida de un lenguaje común, como se señala en su obra. Estos viajeros emprenden un camino para huir o sospechar de lo que les rodea, para volver a lo que los envuelve, para perderse en lo que los circunda o para el momento cúspide del dilema entre avanzar y caer: para desaparecer definitivamente. Precisamente en ese juego de azares, Auster recuerda a un personaje de El halcón maltés de Dashiell Hammett, que caminando por una calle de San Francisco atestigua cómo una cornisa cae a su lado y está a punto de matarlo. Esta persona cavila, se aterroriza al reparar que de haberse aproximado un metro más habría sido fulminado por el artefacto. En ese momento considera este hecho como un aviso inminente del destino, y en lugar de afirmar su regreso a casa, su vuelta a las circunstancias normales de la vida, decide hacer todo lo contrario: huir de todo cuanto ha pertenecido antiguamente a su vida y que lo estaría empujando a un aniquilamiento, y buscarse otra justificación de sí mismo. Claro que entre huidas se produce la gran escapatoria, y seguimos haciéndonos muchas preguntas después de seguir a quienes se debaten hamletianamente entre ser o no ser, entre confirmar lo que han venido siendo o dar el salto hacia lo desconocido. Sus individuos viven al filo de la navaja y avanzan hacia nuevas situaciones a medida que un momento de inflexión los arrincona. Pasan de la estabilidad al desenfreno. Y esta resolución de engañar a la realidad con un atajo es la venganza última de Auster, el acto de suprema rebeldía a este guión del destino manifiesto, del juego protestante de las ilusiones. De la realización del paraíso en tierra americana.

Los atajos en Paul Auster tienen inmensas posibilidades. Se multiplican y extrapolan, y de lo que finalmente se trata es de que califican a unos protagonistas nada peculiares y nunca sacados de un comercial del YMCA o de los avisos publicitarios de un detergente de consumo masivo: son más bien renegados, desconcertados, freaks, detectives que no se han dado cuenta de que lo son, artistas, ninfómanas, traidores, escritores, místicos, delirantes, impostores, fracasados, cineastas, teólogos, mendigos, tránsfugas o heterodoxos. Nadie parece estar plenamente a salvo en la realidad y nadie permanece tranquilo en ella. Las líneas narrativas de Auster son de un vértigo constante, de una mudanza hacia las regiones de lo incierto que puede estar a tres cuadras de un domicilio de Manhattan o en las escarpadas laderas de Vermont. Sus figuras se desplazan de un lado a otro indagando lo que creen haber extraviado o van en busca de alguna revelación secular, como acontece en Leviatán o en la Trilogía de Nueva York. Y si la realidad se hace estrecha, en los sueños suceden tantas cosas como posibles sean. Al fin y al cabo Auster, como Giordano Bruno, cree que si hay mundos infinitos es porque habrá dioses infinitos. En los sueños Auster crea nuevas realidades que pronto comienzan a demostrar el modo en que los mundos paralelos dialogan entre sí, como en su novela Un hombre en la oscuridad. Además, las palabras en Auster son adelantos de un futuro, porque cuando se escriben, inevitablemente ocurren.

Uno de los elementos fascinantes de toda su literatura es que en sus páginas brilla, como en pocos otros autores americanos, eso tan socorrido por Norteamérica como lo es la teoría de la conspiración, ese entretejido más propio de la novela negra o del género de detectives donde están alineados simultáneamente varios factores para la comisión más que de una fechoría, de un juego de destinos donde invariablemente alguien resulta afectado por uno de los trazos de lo irremediable. Uno de estos huecos negros donde caen arrojadas las víctimas puede ser una habitación cerrada, el juego de robar una identidad, la impostura de una personalidad o literalmente quedarse encerrado para siempre en un sótano. Las aceras por donde se camina en sus novelas son creadoras y destructoras. Salirse de la línea puede ser costoso. Auster parece jugar con la frase de Hölderlin: “Que así el hombre no traicione lo que de niño prometió”. La traición o el guiño al destino pueden desencadenar más de una consecuencia. Al final de la autopista, los que han huido sabrán por qué lo hicieron y hasta dónde llegaron o si tienen que volver a empezar, como las historias que se repiten y nunca se detienen.

Auster es uno de los grandes de nuestro tiempo, independientemente de que suene a frase fatigada y fustigada. Hay mucho eco en él de Mark Twain, de Nathaniel Hawthorne, Dashiell Hammett o William Faulkner. Tiene la marca de las huellas dactilares de los escritores de la libertad y a la vez de un sino apremiante. Precisamente uno de los cuentos de Nathaniel Hawthorne, Wakefield, es la historia de un hombre que abandona su casa y los suyos y se instala a vivir enfrente por años sin volver. Cuando intenta regresar, todo ha cambiado. El propio Hawthorne nos lo dice pavimentándole la vía al neoyorkino: …los individuos se ajustan con tanta perfección a un sistema, y los sistemas unos a otros, y a un todo, de tal modo que con sólo dar un paso a un lado cualquier hombre se expone al pavoroso riesgo de perder para siempre su lugar. Igual nos pasa con Auster y sus trabajos: después de haber buscado residencia entre ellos, ya nada será como antes, porque después de recorrer sus páginas, y descubrir la conspiración que tramó con nosotros, hará que ocupemos inevitablemente un espacio diferente.

 

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