Ser maestro es una vocación de la que depende el futuro de toda sociedad, seducir neuronas a través del conocimiento es la vacuna perfecta contra la ignorancia y la mejor receta para construir los sueños.
Publicado en: La Lista
Por: José Ignacio Rasso
Mi columna de esta semana tuvo la fortuna de ser publicada el 15 de mayo, día del maestro. Digo que tuve suerte por dos razones: la primera, porque encuentro pocas profesiones tan nobles e importantes como ser docente; la segunda, porque soy hijo de una maestra y tengo el pretexto perfecto para hablarles de ella y, al hacerlo, hacer un pequeño homenaje a todos y todas quienes dedican su vida a enseñar.
Ser maestro es una vocación de la que depende el futuro de toda sociedad, seducir neuronas a través del conocimiento es la vacuna perfecta contra la ignorancia y la mejor receta para construir los sueños. Esto lo sé porque crecí con una maestra en casa.
Entrar en la biblioteca de mi mamá era adentrarse en un mundo de libros, papeles, historia y calificaciones. Un escritorio en la eterna contradicción de un “desorden ordenado”. Fichas bibliográficas, listas de alumnos, plumas, lápices, folders, más libros y mi admiración total.
Es importante subrayar que en esos tiempos no existían computadoras, iPad, celulares ni inteligencia artificial. El conocimiento no dependía del acceso a internet sino de las ganas de aprender para enseñar, de investigar en distintas fuentes y anotarlo todo. Saber dónde buscar, leer, entender, resumir, apuntar, corregir, pasar en limpio, apilar y guardar. Para ella, el arte de trasmitir conocimientos era una labor inacabada que siempre necesitaba actualizarse. Me lo enseñó con el ejemplo.
Por eso, cuando tú vas, el profesor ya fue, vino, se preparó, regresó y te espera para volver a intentarlo. Por lo mismo, cuando un buen maestro entra al salón de clases merece todo nuestro respeto y agradecimiento, porque para decir una palabra ha leído cien palabras más, para poner un ejercicio en el pizarrón ha resuelto decenas más, para escribir una pregunta se ha cuestionado su propia existencia y para dar una respuesta se ha preparado toda una vida.
Quienes somos hijos de una maestra tenemos claro que no existen maestros de medio tiempo, enseñar al siguiente día es una tarea de tiempo completo, porque mientras entrenaba futbol, ella calificaba exámenes y se perdía mi gol. Mientras descansaba viendo tele, ella preparaba clases y mientras estábamos de vacaciones, ella pensaba cómo relacionar el contexto actual con las clases del próximo semestre.
Recuerdo cuando me decía que le tocaban buenos, regulares o malos grupos cada año, que fulanito era inteligente, que menganita le caía bien porque era muy crítica y que algunos solo iban a calentar la banca. Por el contrario, yo tenía claro que a ellos siempre les tocaba la mejor maestra.
No me era relevante si mi mamá daba clases en primaria, preparatoria, universidad o posgrado, lo que me enorgullecía era saber que ella sabía mucho, del verbo mi mamá es maestra y te gano.
Con el tiempo me di cuenta de que a pesar de tener maestría y ser catedrática en distintas universidades, nadie lo sabe todo, al contrario, al saber más reconocía que le faltaba mucho más por aprender. Años después lo comprobé, porque con la llegada de la computadora y el Excel, fui yo quien le enseñó a sacar el promedio de sus alumnos en segundos. Hoy me lo sigue agradeciendo, porque quien sabe enseñar es humilde para aprender. Eso también me lo enseñó ella.
Quizás esta semana dejé a un lado la crítica política, quizás este artículo no le guste a nadie más que a mi madre o quizás existe una enseñanza que se relaciona con el contexto actual que vivimos, porque para ser maestro o ciudadano, todo empieza con una sola semilla si sabes cómo cuidarla y dónde sembrarla.
Muchas gracias a todas y todos los maestros que dedican su vida para crear y creer en un mejor futuro.