Publicado en: El Mercurio
Por arriesgado que resulte tal ejercicio, navegar entre la historia permite sacar lecciones, aun cuando cada realidad y cada circunstancia revelen diferencias sustanciales. De allí que, en cierto modo, el pasado 28 de julio fuera para los venezolanos lo que el 5 de octubre de 1988 fue para los chilenos. Después de años de atrocidad y barbarie, pero, contra todo pronóstico, producto de la fuerza militante, de la organización y, sobre todo, de haber sabido construir una coalición diversa de partidos cuyo máximo objetivo era la restauración democrática, supimos arrancarle al oficialismo una contundente victoria electoral.
Ahora bien, el caso es que a más de dos semanas de tales elecciones, el Consejo Nacional Electoral no ha difundido los detalles de sus resultados que, según todo lo indica, lucen fraudulentos e imposibles de verificar. Entretanto, y de manera contraria, las fuerzas democráticas han publicado una página web (resultadosconvzla.com) donde cualquier persona puede consultar el contenido de las actas recolectadas, gracias al trabajo de los testigos, en cada mesa de votación en el país.
Con más del 80% de las actas publicadas de ese modo, es evidente que Nicolás Maduro, quien cantaba victoria dentro del laberinto construido por sus áulicos, no tiene ahora cómo eludir la responsabilidad de una derrota ante la cual nada lo ampara excepto la ilegalidad, la persecución violenta de sus opositores y algo especialmente característico de estos tiempos de ciber-dictaduras: la represión digital a mansalva.
La opción democrática ganó en las ciudades, en los pequeños centros urbanos e, inclusive, en el país profundo. Ganó de manera uniforme, atravesando estratos sociales y geografías. Ganó en todos los estados y en más del 90% de los municipios del país. Para más, la opción democrática se impuso en bastiones históricos del chavismo, lo cual lleva a concluir que ni tan siquiera a este respecto hubo excepciones a la regla general.
Por otro lado, cuando se trata de este gobierno, resulta casi inútil consultar el catálogo de sus refinadas truculencias y desparpajos. Pero, aun así, siempre queda la posibilidad de asomarse y constatar cómo el madurismo es capaz de profanar su palabra frente a la comunidad internacional. Basta un ejemplo de ello, y me refiero en este caso a la actuación del Centro Carter.
Como si hablara ahora en presencia de un país desmemoriado, Maduro olvida que, en plena antevíspera electoral, el Centro Carter fue abiertamente certificado por su propio gobierno como una instancia plenamente confiable. Hasta el ministro de la Defensa, colocado en la posición de opinar al respecto, insistió en subrayar que el Centro Carter fue invitado a observar el proceso electoral “por la seriedad que presenta en esta materia”.
Y así fue. El Centro Carter actuó como una de las escasas misiones de observación que lograron participar en medio de tantos obstáculos, y lo hizo de manera digna y valiente: optó por retirarse al constatar que el proceso estuvo lejos de adecuarse a los parámetros y estándares internacionales de integridad comicial. Ahora, Maduro ha resuelto matar al mensajero, calificando al Centro Carter de instancia “golpista”.
No obstante, el informe rendido en esta oportunidad por Jennie Lincoln, jefa de la misión del Centro Carter para América Latina y el Caribe, la pone a salvo ante la historia. Su mensaje debe ser registrado y comprendido, y la lección, aprendida: el Centro Carter no fue fundado en 1982 por Jimmy Carter, es decir, por quien limpiamente transitó por la presidencia de los EE.UU., para ver reducido su bien acreditado nombre en materia de veeduría electoral a la impotencia o la sumisión.
Por otro lado, y entre tantas diferencias que puedan trazarse entre los casos de Chile y Venezuela, la principal de ellas estriba en que mientras Augusto Pinochet aceptó su derrota en 1988, Maduro no ha querido admitir que su tiempo expiró. Ello explica que, ante la gran unanimidad que supuso su rechazo el 28 de julio, Maduro haya resuelto, en el curso de estas dos difíciles e inciertas semanas, utilizar su arsenal para reprimir y atemorizar, especialmente a nivel de las barriadas populares, donde han crecido la persecución, la violencia y el miedo. Me refiero a aquellos barrios en los que si el chavismo llegó a ganar en repetidas ocasiones por lo que legítimamente creía poder ofrecer, hoy Maduro los castiga por su deseo de cambio.
Pero de esto también se puede sacar una limpia lección si consultamos la historia: a la larga, ningún gobierno es capaz de sostenerse sobre la gramática de la fuerza, amenazando con arriarle palos a la sociedad entera y convirtiendo al país en un inmenso calabozo. Los datos, entre el 28 de julio y el 11 de agosto, hablan por lo pronto de 1.305 arrestos y, por si fuere poco, 24 personas han perdido la vida en medio de lo que han sido unas jornadas de retaliación y aniquilación brutal de toda disidencia.
No hay duda de que, fuera de la comarca venezolana, se ha tomado conciencia de la dimensión de estos sucesos. Así lo certifica la actitud asumida por los presidentes Gabriel Boric, Luiz Inácio Lula da Silva, Gustavo Petro y Andrés Manuel López Obrador, exigiendo justamente la materialización de las actas electorales y haciendo observar que el conflicto, en medio del cual están inmersos los venezolanos, trasciende los posicionamientos ideológicos.
Los cuatro tienen algo en común: prefieren arrostrar los desafíos que implica lidiar con una izquierda arcaica y falsamente radical antes de manchar su ganado prestigio como representantes de una izquierda moderna y democrática.
Para ello, están dispuestos a marcarle el límite a Maduro y exigirle apego a la voluntad popular. Los cuatro saben que su historia como hombres ganados al reformismo avanzado dentro de una cultura democrática no puede cohonestar el sultanismo madurista como si este fuera un legítimo exponente de la izquierda regional.
Maduro es, a fin de cuentas, un fardo capaz de restarle simpatía a la izquierda dentro de la propia comarca y los cuatro saben, solo con consultar tímidamente el futuro, lo que podría implicar el peso de semejante hipoteca a la hora de intentar que se amplíe el radio de proyectos que compartan coincidencias dentro del campo de la izquierda. Saben que, a la hora de asociar su nombre al de Maduro, la izquierda moderna que pretenda construirse en otros países corre el riesgo de ser vista como sinónimo de ineficacia administrativa, de atemorización de los sectores productivos y de conflictividad permanente.
El pueblo venezolano tiene sus esperanzas puestas en esta elección, porque lo que está en juego, además del derecho de vivir en libertad, es el reto de enrumbar al país por el camino de la recuperación económica y social, donde las familias venezolanas, desgarradas por el dolor de la migración y la diáspora, puedan volver a unificarse.
Volvamos, por un momento, a las comparaciones. El mundo está lleno de venezolanos, como lo estuvo en su momento de chilenos que huían de la muerte. Además, nuestro país actuó como un refugio particularmente anhelado para muchos chilenos que escapaban de tan atroz realidad política. Por extensión, el compromiso democrático exhibido por los gobiernos venezolanos hizo todo cuanto estuvo a su alcance para contener en los foros internacionales a los generales argentinos que lanzaban al mar a sus prisioneros, para repudiar la violación de los derechos humanos en Uruguay e, inclusive, para denunciar que al futuro presidente Fernando Henrique Cardoso los generales brasileños lo mantuvieran apartado de su propio país. Hoy agradecemos que tales gestos hayan sido correspondidos a nivel regional al recibir a tantos venezolanos que huyen del hambre, la violencia y la persecución.
Estamos conscientes de que el carácter masivo de esta emigración ha sido un problema para la administración de los países de la región. Por tanto, preocupa profundamente que una imposición como la que Maduro lleva a cabo por la fuerza, desconociendo la voluntad electoral, traiga como consecuencia una nueva ola migratoria de millones de venezolanos que no están dispuestos a continuar viviendo a merced de quienes operan desde la oscuridad de un poder parapolicial para someter cualquier voz disidente.
La continuidad de Maduro significa también que muchos grupos del crimen organizado sigan proyectándose desde Venezuela hacia el resto de la región dentro de lo que ha sido una dinámica hecha de impunidad y permisividad. Países como Chile no deberían enfrentar estos grupos sin la colaboración de un gobierno venezolano responsable. Es casi inútil luchar solo contra el síntoma del problema cuando la raíz del mismo debe ser enfrentada en la propia Venezuela, neutralizando a estos grupos en su base nacional.
Sin embargo, mientras la criminalidad continúe operando gracias a la existencia de un gobierno aislado y hostil a los demás gobiernos de la región, no vemos posible que tales políticas de seguridad puedan ser desarrolladas ni, mucho menos, que logren establecerse los mecanismos de cooperación necesarios para enfrentar la expansión de tales grupos delictivos.
Pese a estas semanas tan duras para el pueblo venezolano, no quisiera dejar de hacer referencia a alguien cuyo nombre resuena con facilidad en el oído chileno. En su “Resumen de la historia de Venezuela”, Andrés Bello dio cuenta, en más de una ocasión, de lo que había significado la presencia del “heroico ciudadano” al hablar del proceso de formación de la sociedad venezolana.
Nótese que el entonces joven caraqueño prefería utilizar en 1808 la expresión “heroico ciudadano” en lugar de la seca palabra “héroes”, la cual siempre suena destinada al bronce o al yeso de las estatuas. Y en eso estamos precisamente los venezolanos de hoy frente al reto que nos han lanzado estas circunstancias: actuando colectivamente como “heroicos ciudadanos”, no erigiéndole estatuas al personalismo ni, mucho menos, a sucesiones apostólicas al estilo soviético.