Publicado en: El Universal
Sobre el falseamiento introducido por la Leyenda Negra Española no ha faltado estudio profundo y comprometido. Aportar un poco de equilibrio, rigurosidad y sensatez al análisis historiográfico no deja de ser difícil, por supuesto. Se trata de compensar todo el daño propagandístico contra la España católica que se inauguró a raíz de la Reforma, promovido por Inglaterra, Holanda y Francia desde comienzos del siglo XVI. Dicho daño no sólo se reduce a la distorsión del conocimiento histórico, sino que involucra la percepción de identidad de pueblos tocados por la cultura española, legatarios de sus aportes e inevitablemente vinculados con ella gracias al mestizaje. Poder explicarnos a nosotros mismos, asumir procesos de real independencia, entender la ciudadanía moderna en países de Hispanoamérica e, incluso, contribuir con la evolución de la idea y práctica de la democracia en la región, pasa también por el abordaje comprensivo de esa historia en común. De allí la preocupación. Visto como combinación y mixtura, como serie de cruces, fusión, yuxtaposiciones y entrecruzamientos que tributan a esas nuevas formas de mirar y representar al otro, de incorporarlo a esa mirada que a la vez recae sobre nosotros, dicho proceso habla de la complejidad que nos define y que no admite podas arbitrarias o cancelaciones.
Basado en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de las Casas, Rómulo Carbia (1943), profundiza en la caracterización que Juderías desarrolló en 1914 y examina la propagación de la Leyenda Negra en América. En su implacable rol de “reconstructor de vestigios”, Carbia reconoce el afán de justicia que impulsa la doctrina del fraile dominico, cómo no, pero no pasa por alto los modos “fraudulentos” que eligió para realizarlo. Se trata de un acusador que “no se detiene ante nada”, que “agiganta pequeñeces para generalizar en un sofisma”: el de la incontenible “maldad española en el Nuevo Mundo”, de las Casas dixit.
Así, dice Carbia, la invención ganó terreno, abarcando implacables juicios sobre la crueldad, el oscurantismo y la tiranía política que despliegan los conquistadores. “A la crueldad se le ha querido ver en los procedimientos (…) para implantar la fe en América o defenderla en Flandes; al oscurantismo, en la presunta obstrucción opuesta por España a todo progreso espiritual y a cualquiera actividad de la inteligencia; a la tiranía, en las restricciones con que se habría ahogado la vida libre de los españoles nacidos en el Nuevo Mundo y a quienes parecería que se hubiese querido esclavizar sine die”. Aun partiendo de hechos que pudieron ser ciertos, reclama por su parte Julián Marías, la consistente operación de condena y descalificación de España y de los españoles “a lo largo de toda su historia, incluida la futura” no da tregua, “reverdece con cualquier pretexto, sin prescribir jamás”.
Ese reverdecer del resentimiento histórico ha tenido una muy vistosa eclosión en México. Tras el civilizado rechazo que en 2019 manifestara el gobierno español ante una extravagante petición de Manuel López Obrador -que el rey Felipe VI y el papa Francisco pidiesen perdón a los pueblos originarios de México por los abusos de la Conquista, presentando “un relato de agravios por las violaciones a lo que ahora se conoce como derechos humanos»- algunos pensamos que el asunto quizás quedaría zanjado, archivado en la memoria como mera necedad demagógica. Pero no. Claudia Sheinbaum, primera mujer presidenta en la historia de México, “madre, abuela, científica y mujer de fe”, como se describe a sí misma, se ha encargado de hacer cabal seguimiento al reclamo que su carismático antecesor dejó en agenda, y castigar el desaire. Su primera decisión de política exterior ha sido polémica: tras insistir en la necesidad de una disculpa pública por las atrocidades de la Conquista, desestimó la vigorosa relación bilateral con España retirando la invitación al rey a su toma de protesta como nueva jefa de Estado. Un comienzo agrio, lastrado por la intransigencia.
A propósito de deudas históricas, Sheinbaum informó que su primer decreto será una disculpa pública en nombre del Estado mexicano a todas las víctimas de la matanza estudiantil de Tlatelolco, ocurrida en 1968. “El Ejecutivo se compromete a garantizar la no repetición de atrocidades a las que se refiere el documento”. La medida resulta interesante en un país donde la violencia política e institucional ha estado tan presente y ha abierto tantas heridas. Medida que, en línea con especialistas como Thomas Hübl, quizás pudiese ofrecer algunos cierres simbólicos frente a la llamada “lealtad al trauma”: nos referimos a estos vínculos grupales inconscientes, basados en una narrativa del dolor que se arrastra y replica incesantemente, sin gestión ni resolución. Aunque pareciera que la mejor y más eficaz forma de superar el pasado no es pidiendo perdón por los errores políticos, sino distanciándose radicalmente de ellos en la práctica -esto es: rectificando- cabe desear que el gesto contribuya con esa sanación. Sin embargo, a contrapelo de lo que parece proponer Sheinbaum, la lógica de esa disculpa de ningún modo podría aplicarse al renovado forcejeo con el viejo imperio español. Entre otras cosas, porque no hay despacho que hoy represente fehacientemente a sus administradores; y tampoco víctimas, sujetos que de hecho puedan otorgar concretamente ese perdón y absolver a los “culpables”.
Pero más allá de la anécdota y sus eventuales desarrollos, de la posible “imperiofobia” o los tenaces coletazos del mito del Buen salvaje o la Edad de Oro, cabe detenerse en la coartada del discurso nacional-populista. En la reivindicación de la humillación histórica como factor cohesionador. En la demanda de dignidad y la manifestación tremendista de estas políticas de resentimiento, como las nombra Fukuyama. Para desgracia de pueblos seducidos por la instrumentalización de los afectos políticos, la ira (heroica) y su latencia enfermiza siguen ofreciendo buen acomodo para los discursos identitarios. Ya lo advertía Peter Sloterdijk en Ira y tiempo: en un mundo pleno de feliz e ilimitado belicismo como el que proyectan las revoluciones, el tono fundamental de la representación está determinado por el orgullo, por el Thymós griego.
Reconocimiento, dignidad, inmigración, nacionalismo, religión, cultura. Son conceptos que giran alrededor del Thymós -esa parte del alma que anhela el reconocimiento de la dignidad- y que, según Fukuyama, están triturando la creencia de que la motivación económica es el único motor del comportamiento humano. Hay algo más, explica, que no logra satisfacerse sólo a través de medios materiales. Contra lo esperado, ese deseo implacable y particular de reconocimiento, esa fragmentación de los colectivos identitarios, esta ciega “pasión por la igualdad”, dice, están atentando contra las libertades públicas y la confianza en las instituciones de la democracia liberal, y creando condiciones para legitimar modernas expresiones del autoritarismo. El “nosotros”, categoría fundamental para mantener viva a la comunidad política, la local o la global, ha terminado seriamente adelgazado.
Más afín a la lógica religiosa (pensemos en el sentimiento de culpa, la idea de transgresión moral, el perdón) o ultranacionalista, ambas expresiones de un tipo de identidad centrada en la victimización, la política del resentimiento sigue su curso. Los venezolanos, que no somos ajenos a esa compulsiva instigación de los rencores políticos, reconocemos también sus tramoyas. Trajinando con esos dolores y esas heridas, tendríamos que decir con Pablo Sol Mora que “un individuo o una nación que no acaba de reconciliarse con su pasado y reconocerlo íntegramente, que niega alguno de sus orígenes, no puede aspirar a la madurez, ni a la paz interior, ni a la genuina emancipación”. 500 años más tarde, está visto que esa sigue siendo una tarea pendiente.