Publicado en: El Universal
En el más reciente Índice de Percepción de Corrupción publicado por Transparencia Internacional (enero 2024), Venezuela figura con una calificación de 13 sobre 100, en un rango que junto con Somalia (11), Siria (13), Sudán del Sur (13) y Yemen (16) distingue a países donde el flagelo global luce más acusado. Sabiendo que los compañeros del bochornoso escalafón son países afectados por crisis prolongadas, en su mayoría conflictos armados, la situación venezolana resulta más llamativa. Sobra apuntar que, en Latinoamérica, Venezuela destaca como el país más corrupto -etiqueta que ostenta desde 2013- seguido de Haití y Nicaragua, ambos en el puesto 17. Esto en claro contraste con Uruguay y su democracia plena, con un puntaje de 73 que lo pone al tope de la lista como el país menos corrupto de la región.
La corrupción, definida por esta ONG como el abuso del poder delegado para lograr beneficio propio, contrario por ende al ejercicio de prácticas transparentes, contempla coimas y sobornos a funcionarios, malversación de fondos, licitaciones amañadas, tráfico de influencias, fraude electoral, parcialización de la justicia y sentencias dudosas de los tribunales, pago a periodistas y medios de comunicación, escándalos políticos o financieros periódicos como resultado de la ineficacia de los esfuerzos anti-corrupción, entre otras desviaciones. Un odioso paisaje que a los venezolanos seguramente se nos antoja muy familiar.
No podemos negar que el fenómeno de marras sigue los pulsos de la historia nacional, variando en intensidad según distintas etapas y gobiernos (¿cómo olvidar, por ejemplo, lo que apenas revelaba la punta de un iceberg: la famosa maleta con 2 millones de dólares que, en el sofoco y la huida del 58, Pérez Jiménez dejó en la pista del aeropuerto La Carlota?). En los últimos años, sin embargo, la degradación de la calidad de la administración pública registra hitos difíciles de superar. Para muestra, el perturbador botón que en 2016 exponía el entonces ministro de planificación, Jorge Giordani, al denunciar que al menos 300 mil millones de dólares habían sido malversados durante los diez años previos como consecuencia del control de cambio.
Pero el despeñadero en cuestión ya se había inaugurado en 1999 gracias al opaco despliegue del Plan Bolívar 2000, a cargo del general Víctor Cruz Weffer. La serie de irregularidades denunciadas por el contralor general, Eduardo Roche Lander, fueron desestimadas públicamente en su momento por el presidente Chávez: «quizás es una falta administrativa que necesita una multa; pero no es para encender el ventilador”. Muy atrás quedaba el histriónico ánimo de linchamiento, la cruzada contra las “cúpulas podridas” que caldeó pasiones y selló el triunfo en 1998. Lo siguiente es una historia de descenso que en marzo de 2023 alcanzó ribetes estrambóticos, con la admisión de la existencia de la trama de corrupción en PDVSA derivada de prácticas turbias para evadir sanciones internacionales. Rosario de acusaciones y escándalos, uno peor que el otro, dando fe de la falta de controles efectivos para contener la enfermedad y sumando a la sensación de desmoronamiento material y ético, la destrucción del tejido social, el daño reputacional a las instituciones, la decadencia de un Estado convertido en prolongación de un partido.
A juzgar por los datos del Índice de Percepción de Corrupción, escoger un camino divorciado de reglas de juego democráticas y en el que “todo vale” para preservar el poder, en buena parte explica el problema de países donde los modos autoritarios bloquean la accountability y la responsiveness, la capacidad de respuesta de los elegidos frente a los electores. Está demostrado que prácticas asociadas a la rendición regular y transparente de cuentas, a la evaluación y libre acceso a la información pública o el seguimiento ciudadano al ciclo de políticas públicas, son vitales para lidiar contra ese pesimismo que inspira la corrupción, a menudo vista como “humanamente inevitable”. El hecho es que, incluso con seres imperfectos pero capaces de detectar límites, vecinos como Uruguay, Chile o Costa Rica han logrado visibles avances a la hora de meter en cintura a los infractores. A propósito de la naturaleza dual y contradictoria del hombre, “bípedo implume”, difícil de encasillar en categorías absolutas de maldad o bondad, el mexicano Gabriel Zaid recordaba que Platón, en el libro III de La República, proponía integrar el supremo poder y la suprema virtud en las personas que gobernasen. Así el filósofo de algún modo nos invitaba a confiar en que nuestros demonios serían domeñados por los ángeles… pero, se pregunta Zaid, “¿qué va a hacer un santo rodeado de pillos, si algunos son parientes suyos?”
Aspirar a un sistema político incorruptible, entonces, “sirve para no llegar a nada”. De modo que sin perder toda esperanza de contener los efectos de esa falla de origen, pero a la vez pisando tierra con inteligencia, todo indica que es mejor partir de premisas más realistas. En El poder corrompe (2019) Zaid asoma una: “la condición necesaria para que la corrupción sea posible es que una persona represente los intereses de otra”. La corrupción política “aparece con el mito de la soberanía popular… Si toda representación implica un desdoblamiento (entre actuar por cuenta propia y por cuenta del representado), si toda corrupción necesita ocultar los actos que no corresponden a lo que se supone, la corrupción política eleva la doblez a la constitución misma del Estado”.
Visto así, habría que admitir que ni siquiera las democracias liberales desarrolladas, con mercados abiertos e instituciones fuertes, se libran del potencial agusanamiento que ese amasijo de debilidades y tentaciones comporta. No obstante, las evidencias también indican que ese riesgo se vuelve inconmensurablemente mayor en la medida en que el poder se hace más discrecional y los contrapesos son suprimidos, en que los equilibrios republicanos desaparecen, en que los costos del engaño se estiman como aceptables comparados con sus beneficios, y “se reprime la honestidad como un deseo ridículo”. En que las instituciones pierden autonomía y los límites legales, procedimentales y culturales se esfuman.
Hollyer and Wantchekon (2011) observaron que la corrupción en sistemas autoritarios recibía mucho menos atención por parte de los académicos que la de sistemas democráticos. La dificultad para recopilar datos sobre problemas con el Estado de derecho por restricciones a la libertad de información y prensa, pesa a la hora de captar con precisión esos datos; de modo que no pocas veces quedaremos con la sensación de seguir viendo la punta del iceberg. Aún así, es bastante claro que la escasa rendición de cuentas públicas en las autocracias genera fuertes incentivos para desarrollar alianzas y distribuir rentas entre aliados. Por eso, la corrupción constituye uno de los avíos más importantes de esos líderes para consolidar su poder entre élites principales y electores. Una situación que alcanza sus peores sótanos cuando, junto al nulo influjo de círculos interesados en atacar las causas estructurales de los desequilibrios e imprimir sostenibilidad a ese esfuerzo, se acompaña de bajos niveles de desarrollo humano y deficiente control estatal.
La corrupción se asocia en este caso al síndrome de “funcionarios magnates” (Michael Johnston, 2017). Con un círculo interno autoritario, mercados disfuncionales e instituciones débiles, el poder acaba basándose en lealtades personales y no en atribuciones oficiales, y creando un caldo de cultivo apto para el enriquecimiento ilícito de la familia y amigos de los líderes, para los sobornos y extorsiones a todo nivel, mientras se anula a los críticos mediante la coacción. Incluso con economías que adoptan algún grado de apertura, por lo general esta dinámica desemboca en sociedades pobres y visiblemente desiguales. Aunque se logre controlar a pequeña escala, la corrupción no califica acá como mera desviación, sino que es el sistema mismo.
No sorprende que, también en estos contextos y en línea con las tesis de Robinson y Acemoğlu sobre los efectos de instituciones inclusivas, el revulsivo clave para Johnston consista en la democratización profunda. Esto es, un enfoque que permita a los gobernados defender sus intereses por medios políticos. Tratar de asegurar las libertades civiles más mínimas para, por ejemplo, contribuir con la implementación de proyectos tendientes al desarrollo, reducir la opresión a grupos de ciudadanos, atizar el involucramiento en la vida pública y “plantear la corrupción como problema de forma indirecta”, podría tener repercusiones positivas. Lejos de normalizar la desviación, se trata de organizar a una sociedad que de ningún modo se acomoda a la falta de justicia, esa lógica de un Estado que devino en Magna Latrocinia.