Carlos Granés

El fraudulento prestigio de la cháchara – Carlos Granés

Publicado en: ABC

Por: Carlos Granés

La cháchara, esa sobreabundancia de palabras vacías, ha venido a camuflar en más de una ocasión la indigencia de ideas. La desnudez se tapa en nuestra sociedad con trajes hechos de palabras. Basta pensar en el campo del arte, por ejemplo, donde la proverbial jerga de los curadores, oscura y frívola, acabó convirtiéndose un idioma en sí mismo, el International Art English. A medida que la vida y el arte se mezclaban y a las bienales y museos llegaba, literalmente, cualquier cosa, las explicaciones que elevaban y justificaban la nada, el experimento por el experimento y la museificación de absolutamente todo, se recargaban de conceptos y expresiones indigeribles para la más lúcida de las entendederas. Recuerdo que por aquellos años me ganaba la vida como traductor, y en más de una ocasión me vi tratando de pinchar alguna vena de sentido en textos artísticos que encadenaban palabras y conceptos al azar, puestos ahí no para arrojar luz sobre una obra sino para crear un falso efecto de profundidad.

Los autores más abstrusos, su cháchara más pretenciosa, empantanó la crítica de arte durante años. También las Ciencias Sociales, por supuesto, que se llenaron de metáforas y conceptos poético-deli-rantes. Como estudiante de Psicología trataron de meterme, bajo el chantaje de aprender a pensar el mundo de otra forma, los libros de Deleuze. Ingenuamente los compré, sólo para salir disparado después de unas cuantas horas de lectura estéril. «Ello respira, ello se calienta, ello come. Ello caga, ello besa»: así cuatrocientas páginas. Era como estar encerrado en una cueva oscura con un profeta loco

Pero lo más nocivo ha sido el salto de la cháchara a la política. La academia española preparó dos camadas simultáneas, una que intentó desarrollar políticas públicas que pudieran reparar lo que funcionaba mal, y otra que prefirió poetizar el mundo, llenarlo de núcleos irradiadores y asaltos celestiales, de fuerzas nocivas y malvadas – el heteropatriarcado, el colonialismo, el neoliberalismo- que justificaban su salvífica presencia en las instituciones. La primera perdió su apuesta política; la segunda la ganó. Y con ella llegó la cháchara, que no se usó para explicar la realidad, sino para convertirla e un lugar misterioso y amenazante.

Eso fue lo que hizo Podemos: sobredimensionó la maldad del hombre para convertir a España en un infierno de violadores protegidos por jueces ma-chistas. Inventaron ese problema y convencieron a muchos de que sólo ellos, con un ministerio y 573 millones, podían resolverlo. El resultado, vaya pa-radoja, fue una ley que acabó liberando violadores. Para completar el fracaso, quedó en evidencia que Íñigo Errejón usaba esa misma cháchara para encandilar ingenuas y meterles mano, a veces sin su consentimiento. Un fraude en toda regla que se ha intentado exculpar, cómo no, con más cháchara. La culpa no la tengo yo, ni Errejón ni Podemos. Lo explicó Deleuze. Era ello, que a veces se calienta, besa y (la) caga.

 

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