Nación desolada – José Rafael Herrera

Publicado en: El Nacional

Por: José Rafael Herrera

“¿Conseguiré al fin poner en orden mis tierras?…

con estos fragmentos yo he apuntalado mis ruinas”

T.S. Eliot

A don Asdrúbal Aguiar

La idea de nación surgió en el siglo XIX con el romanticismo alemán. Es el resultado de la exigencia ética y política que fundamenta esa corriente del pensamiento: la agitación y el ímpetu –Sturm und Ddrang– frente al cosmopolitismo abstracto, elevado a principio universal por la racionalidad ilustrada. De hecho, para los pensadores románticos, la idea de nación implica la necesidad de reevaluar la función determinante de las costumbres –Sitte– en la conformación de la vida social y política de los pueblos. Así, los miembros de una nación son los habitantes de un mismo territorio, de una misma lengua, cultura, economía e historia. Un modo de ser y pensar a partir de la cual se va conformando, más que una conciencia social, el Espíritu de un pueblo, su Volksgeist. A comienzos del siglo XX, esa idea, concrecida, se fue transformando en uno de los grandes temas de estudio del historicismo alemán, el cual la concibe como el horizonte de comprensión más amplio, más auténtico, de toda comunidad. Natio, como se sabe, es término latino, y quiere decir “lugar de nacimiento”. La desolación de una determinada nación se produce cuando se hace incapaz -más que de conocerse- de reconocerse a sí misma. Es, entonces, momento de reconstrucción. Momento de poner en orden los fragmentos y de apuntalar las propias ruinas.

La desolación es la acción de destruir o arrasar, causando angustia y aflicción extrema entre quienes, no sin estupor, llegan a convertirse -muchas veces, sin advertirlo- en testigos presenciales de semejante pathos. Una Tierra desolada es, en consecuencia, una tierra destruida o arrasada. Y aquí por tierra –land- se comprende un territorio, una formación social, un modo de vida y, por ende, un particular modo de hacer y pensar. En suma, de una nación. En 1922, el poeta y filósofo anglo-americano, Thomas Stearns Eliot, escribió un poema que cambiaría radicalmente la historia de la literatura del siglo XX. Ese mismo año fue publicado el Ulises de Joyce, las Elegías de Rilke, el Tractatus de Wittgenstein o el Trilce de Vallejo, entre otras memorables contribuciones a la historia del pensamiento contemporáneo. El poema en cuestión se titula The Waste LandLa tierra desolada. Se trata de la más nítida expresión de la desorientación de una época al borde, precisamente, de la inminente desolación, amenazada por el desvanecimiento de los trazos principales del desarrollo de la cultura hasta entonces conquistada. Más que la desmemoria, el olvido es uno de los confluentes que precipitan el desgarramiento y la fragmentación.

Decía Marx, siguiendo a Hegel, que los grandes hechos y personajes de la historia universal aparecen, por lo menos, dos veces. Pero, a diferencia de Hegel, Marx agregaba que en la primera se trataba de una tragedia, mientras que en la segunda se trataba de una comedia. Las nobles figuras de bronce son, bajo la perspectiva de esa segunda oportunidad, transmutadas en mediocres réplicas confeccionadas en yeso: “un pueblo que creía haberse dado un impulso acelerado por medio de una revolución, se encuentra de pronto retrotraído a una época fenecida, y para que no pueda haber engaño sobre la recaída, hacen aparecer las viejas fechas, el viejo calendario, los viejos nombres, los viejos edictos y los viejos esbirros, que parecían haberse podrido desde hace mucho tiempo”. La vigencia de la frase de Marx, en tiempos de transmutación de la política en gansterilidad, pasma.

La Tierra desolada, de Eliot, expone el desencanto y el dolor conscientes de una generación que fue testigo de los horrores de la Primera Guerra Mundial. Sus cambios de entonación, de tiempo y espacio; su puntilloso registro de la tumoración de un ambiente material y espiritual triste, desgastado, asfixiante, forman el compendio esencial de una sociedad a punto de reventar. Era imprescindible llevar adelante el tenaz esfuerzo de “apuntalar” las “ruinas”, sirviéndose de los mismos “fragmentos” de una Kultur moribunda. No para presuponer o prefijar la “nueva totalidad”, sino para atreverse, para decidirse a cambiar por completo el rumbo, delineando posibles, relativas, innovadoras y, aún, problemáticas, formas de reconocimiento y reconciliación ciudadanas. Se trata de una vívida y penetrante experiencia de la conciencia, surgida, justamente, de la desolación dejada por una pretendida revolución que, en nombre de la venganza y del “buen vivir”, terminó desatando las peores pestes del resentimiento, la criminalidad, el parasitismo, la desidia. En fin, la bancarrota de una nación.

Como el romanticismo en su momento, Eliot reacciona contra la pretensión de hacer “encajar” el destino del ser social en un esquema de consignas sin historia, universalmente “aplicable” y metodológicamente “infalible”, en nombre de “el pueblo”. Su poesía es un juicio a la temeridad del catecismo totalitario, autocrático, fanático, delincuencial. Los regímenes que repudian el mérito y la distinción están condenados a la peor de las pobrezas: la del espíritu. Las ficciones y los espejismos promovidos por figuras demenciales, apegadas al poder por encima de todo, comienzan a dar muestras de sus costuras sociopáticas. Una palabra, decía Hegel, resume el destino de la era Robespierre: la muerte.

La lección de Eliot no consiste en la pretensión de repetir su diagnóstico. Más bien, invita a ‘seguir pensando’, a reinventar los posibles e infinitos escenarios de la reconfiguración del Ethos ciudadanoLa confección  de un “programa” de acción preconcebido acerca de cómo deberá llevarse adelante la reestructuración de la nación desolada, es una afrenta a la inteligencia. La labor consiste, más bien, en aprender a curar las heridas auto-infligidas. Todo reconocimiento implica el empeño de un deshacer y de un rehacer.

Por lo pronto, cabe centrarse en la descentralización centralizándola. Dispersión y concentración, a un tiempo: tales parecen ser los términos, opuestos y correlativos, más apropiados para expresar la energeia y la tensión de la labor que conviene emprender, en medio de una época signada por la más profunda de sus crisis orgánicas. Se requiere de los mejores, sin duda, los más cautos y prudentes. Indispensable convocar la inteligencia de este doloroso exilio, tanto exterior como interior, pues, ¿acaso no han sido exiliados de su nación quienes, cual habitantes de un gueto, padecen a diario el terror de la barbarie ritornata? La situación exige tanta paciencia como sagacidad. Lo que no obsta para que la astucia de la razón no dé cabida a la firme voluntad de hacer pensando y de pensar haciendo.

 

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