Son tiempos de violencia. En todo el mundo. No sólo en el cuerpo: también en la semántica, en la arquitectura del pensamiento, en los pliegues de la intimidad. Tiempos donde el insulto no nace del arrebato, sino de estrategias diseñadas por alquimistas del cinismo político. Agravios heredados como mitos fundacionales. Facturas pendientes de pago. Puños cerrados no por temor, sino como afirmación de la ruptura. La palabra ya no busca sentido, busca herida. Dejó de ser puente: se convirtió en barricada. El discurso no quiere convocar, delimita. El lenguaje, templado en el fuego del resentimiento, se vuelve espada de láser que cercena vínculos.
La furia ha sido institucionalizada. Se distribuye como si fuera una dádiva legítima, una moneda identitaria. Las miradas ya no preguntan, interrogan al otro con sospecha. Los gestos se vuelven señales de alarma. Las calles, antes tránsito, hoy son campos minados. Se transita en estado de vigilia, aguardando el estallido. El desacuerdo ya no se piensa, se sanciona. Lo sutil se extingue: el matiz es lujo de otras épocas.
Son tiempos de poderosos que profanan el tiempo. Que desfiguran la historia para convertirla en herramienta de control. Olvidan —o recuerdan demasiado bien— que un pueblo sin memoria no es libre, es manipulable. Lo bueno se distorsiona hasta parecer ingenuo; lo noble, sospechoso. La verdad, acorralada por millones de followers y sus likes o dislikes, adopta máscaras para no ser anulada. La política se torna aparato punitivo, no mediación sino estrategia de exclusión. El poder institucional se emplea no para gobernar, sino para eficientemente neutralizar.
Pensar se vuelve acto subversivo. La persecución se enmascara de legalidad. Disentir equivale a desestabilizar. El miedo se convierte en gramática de Estado. Se legisla desde la opresión, se administra el silencio como política pública. El insulto adquiere valor de intercambio. Se capitaliza la crueldad. Detrás de cada palabra afilada, hay una fractura que nadie quiere mirar. El desprecio se convierte en rito colectivo. Las manos, que un día sostuvieron, ahora excluyen. La acción común es sustituida por la reacción paranoica. Todo se interpreta como amenaza. Todo se responde con cierre.
La memoria colapsa. No por omisión, sino por sobresaturación. Recordar ya no redime: perturba. Sacude certezas, desmantela relatos oficiales. El presente es un archivo de espectros. El futuro, campo de batalla simbólica.
Y sin embargo, hay gestos que se niegan rotundamente a ser anulados. Palabras que desafían la tentación de arrasar. Manos que se extienden con lucidez, conscientes, sin necesidad de ingenuidad. Voces que susurran, no por timidez, sino para no rendirse. Son actos ínfimos, casi imperceptibles, pero ahí están: firmes, obstinados. Persisten. Y en esa persistencia —frágil, feroz, inconmovible— en ese no dejarse contaminar por lo que se denuncia, se cifra una resistencia profunda. No hay nada de romanticismo en ello. Todo lo contrario: es comprender que la vida dista mucho de ser apacible, y que no se puede confiar en que los seres humanos, por iluminación súbita, actúen con humanidad. Es saber que la vida no protege a nadie. Que no hay virtud garantizada. Que los humanos no actúan con humanidad por arte de magia. Lo único que nos ha salvado, luego de milenios de sembrar cientos de miles de kilómetros con sepulturas, es aceptar que sin reglas, nos matamos. Porque somos animales que piensan mientras destruyen. Somos la especie que arranca lo que construye. Lo que ha evitado nuestra extinción, tras millones de años de brutalidad, no es virtud alguna: es haber entendido que las reglas existen para contener el idiota impulso de exterminio. Porque los seres humanos somos, con crudeza sin atenuantes, la criatura más salvaje que pisa este planeta, la única que peca, la única que destruye lo que construye, por el mero y obsceno placer de destruir.
“Todos nos habíamos acostumbrado al sistema totalitario, lo habíamos aceptado como un hecho inalterable y, por tanto, contribuíamos a perpetuarlo. Dicho de otro modo, todos nosotros —en diferente grado— somos responsables del funcionamiento de la maquinaria totalitaria; nadie es sólo su víctima, todos somos partícipes también de su creación.” Lo dijo Vaclav Havel.





