Publicado en: Ideas de Babel
Creo que, de acuerdo con la definición largamente estudiada y preparada por el estudioso judío que la acuñó, Raphael Lemkin, la palabra genocidio debe usarse con mucho cuidado.
Esta cautela se debe a que cuando hablamos de verdaderos genocidios no nos estamos refiriendo simplemente a una masacre, por horrible que sea, a crímenes de guerra atroces, que pueden involucrar cientos de miles de personas, sino a un plan mucho más extenso, específico y malévolo. Por genocidio se entiende el exterminio deliberado de una nación, un grupo étnico concreto, y la destrucción de su cultura, su lengua, sus instituciones, su religión y sus posibilidades de subsistencia económica. El genocidio implica el deseo y la acción de aniquilar a una parte o a la totalidad de un pueblo en particular.
No soy antisemita. Al contrario, si algo me he sentido a lo largo de la vida es más bien filosemita, en el sentido de que admiro profundamente al pueblo judío, su cultura religiosa y literaria, sus científicos, cineastas, matemáticos, sociólogos, eruditos, empresarios, médicos, poetas… En cierto sentido, incluso, me considero sionista, y me explico. Creo que el sionismo es una idea derivada directamente del romanticismo europeo (tan propenso a defender valores nacionales) y que se desarrolló como reacción al antisemitismo de europeos y árabes. A raíz de las expulsiones, de la persecución y de los pogromos contra los judíos, la idea de Herzl de encontrar un lugar y fundar una nación de la que los judíos no pudieran ser expulsados, y donde no pudieran ser exterminados, es, como mínimo, bastante comprensible, y especialmente después del Holocausto nazi contra ellos. Creo, pues, que Israel tiene derecho a existir, al menos en los términos concedidos y acordados desde 1948 por las Naciones Unidas.
Después del espantoso ataque del 7 de octubre de 2023, el pogromo organizado por el grupo terrorista Hamas y perpetrado contra judíos desarmados o inermes, que dejó un saldo de unas 1.200 personas asesinadas (muchos niños, mujeres y ancianos entre ellas) y el secuestro de unos 200 rehenes, trasladados a territorios palestinos, era comprensible y seguro que una reacción violenta de Israel no se haría esperar. Dos cosas no se entienden: que los servicios secretos de Israel (quizá los mejores del mundo) no hubieran previsto este ataque; y que Hamas no imaginara la venganza a la que se estaban exponiendo si emprendían una acción terrorista de esta envergadura. Los antisemitas jamás condenaron este ataque y lo vieron como una justa venganza palestina por las repetidas vejaciones sufridas por su pueblo a manos del ejército de Israel.
Al principio, y tras condenar firmemente el terrorismo de Hamas, pensé (esperé) que Israel se limitaría a perseguir a este grupo terrorista, a sus aliados de Hezbolá, y que se enfocaría en rescatar a los cientos de secuestrados. En estas mismas páginas negué que Israel estuviera cometiendo un genocidio, y ante las primeras acciones de venganza desmedida, me pareció que cometía crímenes de guerra, pero no una campaña genocida en plena regla. Insisto en que el término genocidio no se debe usar sin considerarlo muy bien.
Sin embargo, con el paso del tiempo, con el apoyo incondicional y la carta blanca que el presidente Trump le ha dado al criminal de guerra Netanyahu, y sobre todo con la interminable campaña de exterminio masivo de palestinos en la franja de Gaza, y con la destrucción total de su infraestructura, sus edificios, universidades, escuelas, hospitales, campos de refugiados, etcétera, con un saldo de muertos que se acerca a las 60 mil personas (la gran mayoría de ellas civiles, niños, mujeres y ancianos) además de 160 mil más gravemente heridas, millones de desplazados, y con la hambruna generalizada, cada día se hace más evidente que lo que está haciendo Israel no es una guerra justa de legítima defensa, sino una operación de exterminio total, un genocidio contra el pueblo palestino.
Publicado originalmenten el 20 de julio en El Espectador de Colombia.





