Mi viudez fue mi novela mal editada por un corrector con guayabo y sin diccionario.
Sí, lo admito. Fue un texto desastroso. Con erratas por todos lados, escrito en tinta indeleble y papel de ese que no acepta tachones ni disculpas. Y no hubo lágrima, rabia ni tecla “delete” que lo corrigiera, aunque probé los tres, no necesariamente en ese orden, ni con elegancia.
Un día, mi historia de amor con mi príncipe rubio, ojos verdes y voz de Gregory Peck versión caraqueña, hizo punto y aparte. Y yo, como buena venezolana, pensé que si seguía escribiendo como quien pela papas sin saber que ya no hay sopa, eso me sacaría del hueco. Spoiler: no me sacó, pero me dejó con callos literarios.
Escribiendo me encontré en un capítulo nuevo sin el personaje principal. El “para siempre” estaba mal acentuado y el “hasta que la muerte nos separe” venía sin política de devolución ni ticket de cambio. Me quedé con los ojos claros y sin vista, escribiéndole a un buzón vacío… ¡y sin mi ISBN! El muy bandido se lo llevó, junto con mi mejor metáfora.
Mi duelo, lo confieso, tuvo mala gramática y peor ortografía emocional. El cuerpo pedía cama, el alma exigía explicaciones con tono de fiscal de tránsito, y el corazón no sabía conjugar “sola” sin meter la pata y llorar en subjuntivo.
Y ni hablemos de los recuerdos… paréntesis abiertos cada vez que encontraba nuestro playlist, con canciones que yo borraba como quien esconde el chocolate en Cuaresma.
Y claro, muchos saben que me encerré. Monja medieval, votos de silencio, silicio imaginario en la mano derecha y cara de “no estoy para nadie”. Me faltó el hábito, pero me sobraba drama.
Pasaron años y al fin logré salir del hueco. Así que aquí estoy, narrando mis crónicas con estilo de señora viuda que se maquilla los signos de interrogación, se pone los dos puntos bien puestos y sale a la calle con comas en los bolsillos y rímel resistente al llanto. Me río de mí misma, de mis propias erratas. Mis historias tienen tachaduras, sí, pero también tienen sabor a papelón con limón. Dignas de publicarse con portada dura y dedicatoria cursi tipo “A ti, que me enseñaste a amar sin manual de instrucciones”.
Ser viuda, dicen, es una historia con fallas ortográficas. Lo certifico con sello y firma. La mía arrancó con signos de admiración, siguió en puntos suspensivos y acabó con una tilde mal puesta que cambió todo el sentido. Y yo ahí, tratando de escribir en presente, pero me salía en pretérito y copretérito. Usé comas para respirar y me fui en paréntesis emocionales como quien se escapa a llorar al baño en plena fiesta familiar.
A veces gritaba con mayúsculas: “NO PUEDO MÁS”, “BAH, NO ERA TAN BUENMOZO”. Y otras, susurraba en cursiva: “¿Y qué hago si todavía lo escucho curucuteando en la nevera?”
Hubo días en que el duelo se ponía en modo editor. Me decía: “Eso no se dice”, “Eso no se olvida”, “Ese verbo no se reemplaza por otro que conjuga raro”. Pero ahora hay mañanas despeinadas en que escribo con faltas, porque así me nace y así me quiero. Porque sí, mi historia está llena de errores. Pero también tiene frases que nadie más escribió tan bonito. Abrazos entre líneas, besos entre sílabas, carcajadas entre quejas. Unos “te amo” sin correcciones.
Y entonces descubrí que sí, que puedo volver a escribir. En otros tiempos verbales, con nuevos signos, con menos miedo al borrador. Fue una historia imperfecta, sí. Pero quedó impresa en mi alma con portada brillante y dedicatoria sincera: “A ti, que me enseñaste que el amor no se corrige. Se vive”.
Y sí, sigo siendo viuda, sigo estando más sola que la una, sigo cometiendo muchos errores. Pero salí del monasterio imaginario. Flaca, sí. Más loca, también. Pero aunque medio chueca, vivita y coleando.
Yo creo en Dios. No lo entiendo, y por eso no le hago preguntas, no vaya a ser que me conteste: “No hagas preguntas idiotas”. Doy por sentado que si Él, el verdadero mandamás, me dejó aquí, por algo será. Y no creo que sea para recitar letanías tipo “en este valle de lágrimas”. Que yo no soy santa ni pretendo serlo. Creo que me dejó para escribir, aunque de vez en cuando se me escape un gazapo existencial.
Y escribo todos los días, por aquello de no dejar pendientes, no vaya a ser que me dé un patatús en medio del mercado y quede planchada en el piso cual dama de las camelias versión Pampatar. Cada día sale el sol, no importa lo que la noche refunfuñe, grite y patalee. Tan simple y sencillo como eso. Viuda que escribe, no se queda callada.





