Me piden que escriba para un “think tank” un ensayo sobre la empanada de cazón. ¿Yo, escribir para esclarecidas mentes de un centro de pensamientos? ¿Yo, que ando más perdida que el hijo de Lindbergh? Aclaro a quienes me lo piden que yo no soy un docto profesor. No paso de ser una escribidora con aspiraciones. Pero insisten: “Escribe como quieras”. Entonces procedo a sentarme frente a la pantalla, a ver qué destilan estos deditos. Y entonces concurre en mi auxilio quien fue uno de mis más pacientes profesores: Julian Villalba. Julián como ser humano y como profesor era un espectáculo de inteligencia con sabor a calle y chispa de genio. Brillante sin alardes, ingenioso como repentista en una esquina, y divertido con esa picardía que convertía cada clase en una escena de sainete ilustrado. Tenía piquete: ese estilo propio que no se aprende ni se copia, que mezcla sabrosura con autoridad, humor con profundidad. Enseñaba echando cuentos, pero cada cuento era una lección que se te quedaba pegada al alma como el queso derretido en la arepa. Pensando en él, esto fue lo que me salió:
La empanada de cazón, desde todos los ángulos
En el oriente venezolano, donde el sol se despereza con viento y salitre, hay un ritual que trasciende el hambre: la empanada de cazón. No es simplemente desayuno. Es identidad, es historia, trauma freudiano envuelto en masa de maíz. Y como todo lo que toca el alma, merece ser analizado con lupa filosófica, bisturí psicológico y microscopio sociológico.
Su esencia está oculta en el interior, como el Dasein heideggeriano. ¿Es masa? ¿Es cazón? ¿Es el conjunto? Sólo al morderla se revela su ser. Y como el ser humano, a veces está mal rellena. Según Platón, todo lo que vemos es copia imperfecta de una idea perfecta. Entonces, ¿existe una empanada de cazón ideal en el mundo de las ideas? Una que no se rompe, sin algún tropezón inconveniente, que no se enfría. Los vendedores son artesanos que intentan acercarse a esa forma divina.
Camus decía que la vida es absurda. ¿No es acaso absurdo que un tiburón termine dentro de una masa frita? ¿Y que lo comamos sin pensar en su existencia marina? Pero ahí está el acto rebelde: comemos la empanada, sabiendo que la vida es breve, y que el cazón también lo fue.
Freud estaría fascinado. ¿Deseamos la empanada por hambre o por fijación oral? ¿Es el cazón el padre ausente y la masa el útero? Comerla es un acto simbólico de reconciliación con nuestros impulsos. O quizás sólo tenemos hambre. Freud no descartaría que el deseo por la empanada esté ligado a una pulsión profunda. Pavlov también tendría algo que decir: ¿quién no ha salivado al escuchar el chisporroteo del aceite caliente? El cerebro asocia el sonido con placer, y el cuerpo responde. Así, el puesto de empanadas es laboratorio conductista, donde el cliente es el perro, y la empanada, la campana.
Y si hablamos de necesidades humanas, Maslow ofrece su pirámide. En la base: hambre. En el medio: socialización. En la cima: iluminación espiritual. La empanada de cazón puede llevarte a la autorrealización si está bien hecha. Mal hecha, te lleva al hospital. En ambos casos, hay transformación.
Sociológicamente, la empanada de cazón es democrática. La come el pescador, el turista, el político en campaña. Pero también revela desigualdades: ¿quién puede pagar tres empanadas con un jugo de tamarindo o de parchita, o con una suculenta cocada? El puesto de empanadas es un microcosmos de la sociedad: hay jerarquías, competencia, lucha por la última empanada. Comprar empanadas es un acto social. Se conversa, se bromea, se espera. Durkheim diría que fortalece la cohesión social. Y si hay empanadas gratis, aún más.
El cazón no es sólo un pescado. Es símbolo. Su presencia en la empanada es afirmación de pertenencia. Comer empanada de cazón es decir: “soy de aquí, y me enorgullece”. Es un acto de resistencia frente a la globalización del croissant. Identidad envuelta en masa, frita en aceite y servida con salsita de ají.
En Venezuela, donde la política se respira y se digiere (a veces con indigestión), la empanada de cazón es un alimento que luce ajeno al debate ideológico, pero está cargado de simbolismo. No sólo representa una tradición culinaria, sino también una plataforma de poder, una herramienta de campaña. En términos populistas, es el alimento perfecto para conectar con “el pueblo”. Ningún político en campaña se atrevería a visitar Margarita sin comerse una empanada frente a las cámaras, rodeado de señoras que fríen con sabiduría ancestral. Con esel gesto dice: “yo soy como ustedes”, aunque luego se suba a una camioneta blindada con aire acondicionado. La empanada es capital simbólico, credencial de autenticidad. El cazón no es sólo pescado: es estrategia.
Repartir empanadas es una forma de ganar simpatías. “Empanada para todos” es como “pan y circo”, pero con ají. El votante hambriento, frente a una empanada caliente, olvida por un momento la inflación, el apagón y la falta de agua. Es una transacción emocional: tú me das masa rellena, yo te doy mi voto.
Desde la teoría del poder, Foucault dice que el control no siempre se ejerce desde arriba, sino desde los pequeños dispositivos cotidianos. ¿Y qué más cotidiano que una empanada? El poder circula en la fila del puesto, en la conversación sobre precios, en la decisión de quién fríe y quién cobra. La empanada de cazón es un nodo de relaciones de poder: entre el vendedor y el cliente, entre el Estado y la economía informal, entre la tradición y la modernidad. Comer empanadas es participar en una red de microdecisiones políticas.
En el plano del nacionalismo, es una bandera comestible. Representa el orgullo regional, la defensa de lo autóctono frente a las invasiones gastronómicas extranjeras. Mientras el sushi y el poke bowl ganan terreno en las ciudades, el oriente responde con más cazón frito.
Un marxista ve la empanada como producto de la lucha de clases. ¿Quién produce el cazón? ¿Quién lo pesca? ¿Quién lo fríe? ¿Quién lo consume? La empanada revela las tensiones entre trabajo y capital, entre producción y consumo. El pescador madruga, el vendedor suda, el cliente paga. Pero no todos ganan igual. Y si el precio sube, la empanada es termómetro económico: si el pueblo deja de comer empanadas, algo anda mal.
La empanada de cazón no es apolítica. Es profundamente política. Está en la calle, en la campaña, en la protesta, en la celebración. Es alimento y discurso, desayuno y manifiesto. Es una narrativa, en una historia de poder, identidad y resistencia.
En Venezuela, donde los precios bailan al ritmo del dólar paralelo y el mercado informal es más confiable que cualquier indicador oficial, la empanada de cazón ha resistido crisis, reconversiones monetarias y fluctuaciones cambiarias. No sólo alimenta cuerpos, sino también teorías económicas. Desde la microeconomía, la empanada de cazón es una unidad de producción artesanal que involucra múltiples factores: capital (aceite, harina, cazón), trabajo (doña que amasa, rellena y fríe), y conocimiento técnico (proporción exacta entre masa y relleno, que no se enseña en Harvard). El precio final refleja la interacción entre oferta y demanda, pero también la escasez de insumos, el costo de oportunidad y el margen de ganancia. Si el cazón escasea, el precio sube. Si hay sobreoferta de empanadas, el consumidor negocia.
Desde la macroeconomía, la empanada de cazón puede funcionar como indicador informal de inflación. Si hace un año costaba X bolívares y hoy cuesta X + X, no hace falta consultar al BCV: el poder adquisitivo se ha evaporado.
La empanada también revela dinámicas del mercado informal. La mayoría de los puestos de empanadas operan sin registro fiscal, sin facturación electrónica y sin código QR. Pero generan empleo, dinamizan la economía local y ofrecen bienes de consumo inmediato. Son parte de la “economía sumergida”, esa que no aparece en los informes oficiales pero que sostiene a miles de familias. El vendedor de empanadas es emprendedor, gestor de inventario, estratega de precios y experto en atención al cliente. Un MBA con delantal.
Desde la teoría del valor, la empanada de cazón plantea preguntas interesantes. ¿Qué determina su precio? ¿El costo de los ingredientes? ¿El tiempo invertido en su elaboración? ¿La ubicación del puesto? ¿La reputación del vendedor? Marx diría que el valor está en el trabajo incorporado. Smith hablaría de utilidad y escasez. Y el consumidor: “¿Está buena o no?”. En economía de la empanada de cazón, el valor también es subjetivo. Permite analizar el concepto de elasticidad. Si el precio sube, ¿la gente deja de comprarla? Depende. En Semana Santa, la demanda es inelástica: el cazón es tradición, casi religión. Pero si el precio se dispara en agosto, el turista opta por pastelitos o arepas. La elasticidad de la empanada está condicionada por factores culturales, estacionales y emocionales. Incluso lo internacional pesa. ¿Qué pasa si el cazón se importa? ¿Si la harina viene de Colombia? ¿Si el aceite es turco? La empanada se convierte en producto globalizado, sujeto a aranceles, tratados y fluctuaciones cambiarias.
En resumen, la empanada de cazón es una clase magistral de economía aplicada. Es producción, consumo, mercado, valor, empleo, inflación y resiliencia. Es el ejemplo perfecto de cómo un producto local puede explicar fenómenos globales. Así que la próxima vez que compres una empanada de cazón, piensa que es más que masa y pescado. Es una experiencia filosófica, un fenómeno psicológico, un hecho sociológico, económico y político. Es el desayuno que nos confronta con el sentido de la vida, con nuestros deseos más profundos, y con la estructura de la sociedad.





