Soledad Morillo Belloso

La estupidez se va por la puerta de atrás – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

La estupidez no es falta de inteligencia. No confundamos. Hay estúpidos con títulos, con doctorados, con vocabulario florido y hasta con seguidores que aplauden sus  disparates. La estupidez es otra cosa: es la renuncia voluntaria al pensamiento, el abandono del juicio, la comodidad de repetir sin preguntar. Es el eco que se instala en la sala, se sirve café y se cree dueño de la casa.

En Venezuela, la estupidez ha aprendido a disfrazarse. Se pone el traje del pragmatismo, se maquilla con resignación, se perfuma con el “es que así son las cosas”. Se sienta en la mesa y dice que pensar es inútil, que opinar es peligroso, que cuestionar es de gente conflictiva. Pero hay algo que la estupidez no sabe hacer: salir por la puerta principal. Cuando se le enfrenta con lucidez, con memoria, con humor que incomoda, se escabulle por detrás, sin dignidad, sin argumento, como quien sabe que no tiene nada que decir.

El filósofo Dietrich Bonhoeffer lo dijo sin rodeos: la estupidez es más peligrosa que la maldad. Porque el mal, al menos, sabe que lo es. La estupidez, en cambio, es lerda, se cree buena, útil, patriótica. En tiempos de crisis, se convierte en consigna, en eslogan, en refrán adulterado. Dice “mejor no opines”, “no te metas en eso”, “no vale la pena pensar tanto”. Pero pensar, en este país y en cualquier otro, es lo único que vale la pena. La humanidad ha progresado a pesar de los estúpidos. Ha progresado gracias a los que piensan.

Pensar incomoda. Pensar desafía, exige preguntas, exige silencio para escuchar lo que no se dice. Pensar es mirar la trampa y preguntarse cómo fue que se volvió paisaje. Es sospechar de la costumbre, de la obediencia, del “todo está bien”. Pensar es decir, como quien lanza un refrán, “El que no incomoda, no transforma.”

Y aquí, en esta tierra de contradicciones y milagros, la estupidez se combate con memoria. Con cocina que recuerda. Con rituales que burlan. Con personas que cantan lo que no se puede decir. Con gente que escribe y gente que lee. Con niños que juegan a la política en la acera. Con refranes que no se dejan domesticar. Porque aquí, la inteligencia viene de libros y también del fogón, del velorio, del juego, del mercado. Viene de la abuela que dice “no te dejes”, del vecino que improvisa soluciones, del vendedor que convierte la escasez en inventiva.

La estupidez se va por la puerta de atrás cuando se le enfrenta con pensamiento que no teme ser popular, con filosofía que se dice en voz alta, con lucidez que se ríe. Porque el pensamiento no tiene que ser solemne para ser profundo.

Y por eso, cada vez que alguien se atreve a pensar en voz alta, a cuestionar lo que parece obvio, a reírse de lo que otros veneran sin entender, la estupidez se incomoda. Se revuelca. Se pone nerviosa. Y termina saliendo por donde entró: por la puerta trasera, sin aplausos, sin despedida. Porque aquí, en esta tierra que ha aprendido a sobrevivir con refranes, con picardía, con memoria que no se rinde, pensar sigue siendo el acto más subversivo, más amoroso, más necesario. Y mientras haya quien piense, quien cocine con sentido, quien escriba con irreverencia, la estupidez no tendrá lugar. Se irá, como siempre, por la puerta de atrás.

 

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