Soledad Morillo Belloso

Lo que nos trajeron los inmigrantes – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Llevo días, semanas, quizás lunas, escribiendo estas notas como quien amasa pan: con paciencia, con cariño, con ganas de compartir. Porque este asunto —aunque parezca paisaje o costumbre— es prodigio diario. Y merece fiesta.

Venezuela es tierra de llegadas. Aquí no solo desembarcó gente: desembarcaron almas. Y eso, aunque algunos lo digan bajito, es bendición con todas sus letras. Porque no vinieron con las manos vacías… vinieron con la maleta llena de mundo.

Traían costumbres envueltas en papel de periódico, cuentos que olían a leña y a patio, recetas que sabían a infancia y a domingo largo. Santos en estampitas gastadas, supersticiones cosidas en el dobladillo de la nostalgia, canciones que lloraban y reían al mismo tiempo. ¡Y vaya que sabían reír!

Nos enseñaron maneras de amar que no conocíamos. Formas de llorar que nos enseñaron a consolar distinto. Silencios que hablaban bajito pero decían mucho. Duelos envueltos en telas suaves. Y unas ganas de echar raíces que no pedían permiso, solo cariño.

Y nosotros, con el corazón en el porche y el cafecito siempre listo, los recibimos como se recibe a los que vienen con buena vibra: con mesa servida, abrazo largo y curiosidad sin juicio.

Porque aquí no se pregunta de dónde vienes, sino qué traes para la mesa. Si es cuento, receta, ritmo, ingenio o ganas de trabajar, ya tienes asiento y ronda doble de cafecito. Y si traes chisme sabroso, también se te escucha.

Vinieron por mar, por aire, por tierra. Por necesidad, por amor, por azar. Y con cada llegada, el país se transformó. No en sus mapas, sino en su alma.

Se nos ensanchó el paladar. Se multiplicó el vocabulario. Se alborotó la creatividad. Nos volvimos más sabrosos, más diversos, más capaces de entender que la diferencia no divide: sazona, enriquece, nos hace mejores.

Cada acento se volvió canción. Cada receta se volvió nuestra. Cada historia nos enseñó a bailar distinto. ¡Y vaya que bailamos!

Aquí se mezcló el arroz con el plátano frito, el pan con la guayaba, el café fuerte con agua de rosas. Se cruzaron idiomas, acentos, ritmos, rezos, oficios, saberes, sentimientos. Y cada quien puso algo. Hasta el que llegó con una mano adelante y otra atrás, trajo corazón.

Venezuela no es solo país: es mezcla y mezcolanza. Es arepa rellena de mundo. Sancocho donde cada ingrediente cuenta. Patio donde caben todos los bailes, todos los rezos, todos los cuentos, todas las maneras de vivir.

Aquí no hubo guetos ni claustros. Los inmigrantes se regaron como lluvia buena. Se integraron. Convirtieron el “juntos” en “unidos”. Hoy, casi nadie puede decir que no tiene un pariente que vino de otro país. Porque aquí no se habla de “ellos”: todos somos “nosotros”.

Y no solo bailamos: también leímos distinto, cantamos distinto. Porque con cada llegada, la literatura se volvió más sabrosa y la música más atrevida. Se mezclaron los boleros con los tangos, los joropos con los fados, los valses con los bambucos. Y en los libros, los cuentos de la sabana se cruzaron con leyendas de nieve, los refranes se hicieron puente entre idiomas, y las novelas empezaron a tener acentos múltiples. Nos enseñaron que una canción puede ser consuelo y una página puede ser casa. Que el ritmo no tiene pasaporte y la palabra tampoco. Y así, entre coros y capítulos, se tejió una identidad que canta y narra en muchos tonos, pero siempre con corazón venezolano.

Y eso hay que celebrarlo. Hay que agradecer a quienes llegaron con sazón en la maleta, cuentos en la lengua y ganas de quedarse. Porque aquí, el que trae sabor, se queda en el fogón. Y si canta bonito, se le hace coro.

Nos hicieron mejores. Más creativos. Más capaces de reír en varios idiomas y llorar con el mismo acento. Aprendimos a mirar desde otros ojos, a cocinar con otras manos, a cantar con otras voces, a producir con muchas manos.

La mezcla no nos quitó identidad: nos la reveló. Nos mostró que un tronco puede tener muchas ramas, y que todas dan sombra. Y si hay brisa, hasta bailan.

Muchos países recibieron pocos inmigrantes. Nosotros, muchísimos. Y eso produjo un sincretismo sabroso, luminoso, chispeante.

La diversidad impulsa la innovación, la resiliencia, la expansión de mercados. Dinamiza industrias. Transfiere saberes. Promueve sinergias. Y nos abre la mente. Y el apetito.

Desde lo cultural, la inmigración masiva y plural nos dio una identidad nacional inclusiva y dinámica. Nos enseñó a integrar la diferencia como valor, no como amenaza. Como sazón, no como obstáculo.

Nos posiciona como referentes en gestión de la diversidad. En educación, en cultura, en producción. Y en cómo hacer que una mesa se agrande sin que nadie se quede sin silla.

Nuestra multiculturalidad no es reto: es trampolín. Plataforma privilegiada para el futuro. Porque en Venezuela, cada historia tiene su plato. Y cada plato, su historia.

Por eso, por cada receta compartida, por cada acento que se volvió canción, por cada abrazo que cruzó mares, hay que decirlo sin timidez: Venezuela no sería lo que es sin quienes llegaron con el alma en la maleta.

Aquí, la mezcla no fue accidente: fue destino. Fue encuentro. Fue milagro cotidiano.

Porque en esta tierra, donde el café se sirve con conversación y la empanada se reparte con cariño, aprendimos —rapidito— que la identidad es mejor, más sabrosa y más divertida, cuando tiene banderas de muchos colores.

Y cada vez que alguien venido de otras tierras se sentó en nuestra mesa, la mesa se agrandó. Se volvió más linda, más sabia, más nuestra.

Así que celebremos la mezcla, honremos la diversidad, y sigamos cocinando este país como se cocina lo bueno: con tiempo, con amor, y con todos los variados ingredientes que nos hacen quienes somos.

Gracias por leer, por compartir, por seguir echándole cuento a esta olla que no se apaga.

 

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