Soledad Morillo Belloso

Ovación para ellas – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

Hay mujeres que no se visten: se interpretan. Se montan como escena final de musical. No importa si van al banco, al mercado o a pasear al perro: ellas salen como si fueran a recibir un Grammy, un Nobel o una propuesta indecente en la cola del pan.

Tacones que podrían pinchar el ego de cualquiera. Blusas que desafían la gravedad, la moral y el reglamento del condominio. Pestañas con rímel que eclipsan toldos de playa. Y ese perfume… ese que no se huele, se recuerda. Ellas no caminan: desfilan. No sudan: brillan. No se visten para sí mismas, dicen algunas. Pero ¿quién puede dictar para quién se viste una mujer? ¿Y si el deseo de ser deseada también es deseo propio?

Son estrategas del impacto. Coreógrafas del escote. Directoras de la mirada ajena. Saben que el vestido rojo no es tela: es manifiesto. Y aunque les digan que complacen al patriarcado, ellas responden con labios delineados y pestañas batientes. Porque el poder también se ejerce desde el artificio.

Las critican, sí. Las envidian, también. Pero ellas siguen desfilando por la vida como si cada acera fuera pasarela, cada mirada una ovación, cada juicio un aplauso encubierto.

Y mientras tanto, las otras —las desaliñadas, las que dicen no querer llamar la atención— las miran de reojo. Porque en el fondo, todas han querido ser ellas alguna vez. Aunque sea por una noche. Por el vértigo de saberse centro. Por el silencio que se hace cuando entran. Por ese “¡wow!” que alguien suelta antes de fingir indiferencia.

Y ellas lo saben. Por eso se visten como quien lanza una bengala en la noche. Para que las miren. Para que las deseen. Para que las critiquen, tal vez. Para que las recuerden.

Yo las celebro. Aplaudo su feminidad sin disculpas. Su elegancia sin permiso. Su autoestima que incomoda a los moralistas de oficio. Aplaudo a las que se visten para provocar temblores. A las que se empacan como regalo y se entregan a sí mismas. A las que entienden que el escote también es discurso. A las que incomodan, brillan, exageran y no piden perdón. A las que se ríen de las críticas y convierten la envidia ajena en accesorio. A las que se saben fabulosas y por eso siempre tienen en la punta de la lengua un halago para otra mujer.

En Venezuela, una mujer no sale de su casa despeinada, sin zarcillos o con la boca sin pintar. Porque aquí, la belleza, la feminidad y la confianza en sí misma no tienen edad y se ejercen trescientos sesenta y cinco días al año.

 

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