Publicado en: El Español
Por: Beatriz Becerra
Nueva York fue durante más de un siglo la metáfora de lo que Occidente quería ser: progreso, modernidad, diversidad, prosperidad y éxito económico.
Hoy es un turbio mar de desigualdad, y Zohran Mamdani ha emergido como el capitán dispuesto a navegarlo.
Y a salvarlo.
Con la mayor participación en unas elecciones municipales desde 1969 (esta activación ciudadana es clave y muy significativa), Mamdani ha ganado la alcaldía de Nueva York con un 50,5 % de los votos, tras derrotar al veterano exgobernador Cuomo y enfurecer a Donald Trump.
Mamdani, de 34 años, hijo de emigrantes y nacido en Kampala (Uganda), es el primer alcalde musulmán, el primero nacido en África y también el más joven en Nueva York en más de un siglo.
Se autodefine como socialista (democratic socialist, para ponerlo en contexto estadounidense), habla español (y otras lenguas), y con su campaña alteró los planes gubernamentales con la urgencia de quien quiere cambiarlo todo cuanto antes.
Su base: un gran plan de puertas abiertas, tres millones de visitas personales a domicilios (knocking on three million doors), y la promesa-bravata de “hacer que esta ciudad sea mejor para ti que ayer”.
Autoafirmarse como socialista en Estados Unidos sonaba como provocación excluyente, pero ya no es sinónimo de marginalidad. Al contrario, ha evidenciado que puede ser la puerta a un nuevo relato urbano.
Ganar con esa etiqueta revela cuánto y cómo están cambiando los marcos políticos.
Con este rótulo bajo la victoria de Mamdani, Trump pierde el símbolo de la ciudad que lo vio nacer políticamente: siempre usó Nueva York como escenario y altar. La convirtió en la metáfora de su éxito, su teatro de espejos dorados. La Trump Tower en la Quinta Avenida, las fiestas en el Plaza, el reality The Apprentice.
Su Nueva York era un templo de mármol, vidrio y ego. Durante décadas, encarnó la promesa neoliberal de la ciudad que premia la audacia y la riqueza, no la compasión.
La elección de Mamdani destruye ese mito en directo. Le arranca el cetro y le dice: “Esta ciudad es mía también”.
Durante la campaña electoral, Trump llamó a Mamdani “comunista lunático” y “yihadista disfrazado de progresista”, y aseguró que su victoria mataría el sueño americano.
Sin embargo, esta victoria parece más una patada en la espinilla del viejo orden. Un mensaje a la élite económica: la ciudad y sus recursos pueden dejar de ser gestionados como antes.
Pero ¿qué significa en Estados Unidos denominarse socialista?
En España y en Europa occidental, el socialismo evoca sistemas de bienestar amplios, servicios públicos fuertes. En Estados Unidos, sin embargo, no equivale necesariamente a colectivización total o eliminación del capitalismo, sino más bien a un Estado que asuma un papel mayor en garantizar servicios públicos, redistribución y derechos socioeconómicos.
Decirse socialista se lee en clave radical: la última frontera para los conservadores que han movido el marco político al centroderecha sin visos de retorno.
Para muchos votantes de Nueva York, el “socialismo” de Mamdani no es el fantasma rojo de los años cincuenta, sino la promesa de frenar la erosión de la clase media-trabajadora, de conectar con los invisibles de la ciudad.
Mamdani no es un liberal moderado. Es un populista de izquierda de libro, con corbata, carisma y simpatía desbordante, que se ha convertido en el referente ilusionante que necesitaba una ciudad colapsada.
Una némesis de Trump muy bien gestionada, con las capacidades aumentadas del siglo XXI y la eficiente elevación del precedente musulmán de Sadiq Khan como alcalde de Londres a un momento y un escenario idóneos.
Porque si hay un lugar donde el populismo de izquierda que encarna Mamdani encaja como un guante es precisamente en la ciudad que nunca duerme, porque no tiene donde dormir y vive cada vez peor. Su estructura urbana lleva décadas favoreciendo la acumulación de capital, la gentrificación implacable y el abandono de la clase obrera.
Un lugar donde la promesa democrática ha devenido en laberinto.
Mamdani lo ha entendido y lo ha expresado sin rubor.
Con decenas de miles de personas sin hogar, durmiendo en la calle o en vagones de metro, desorbitados precios de vivienda, un transporte envejecido y un sistema sanitario y social peligrosamente agrietado, la propuesta era sencilla, casi elemental: subir impuestos a los ricos, abrir escuelas, hospitales y viviendas sociales, guarderías y transporte gratuitos, y alimentar a la gente en supermercados municipales.
Es un programa de bienestar clásico revestido de una estética radical. En un país obsesionado con el emprendimiento y el individualismo, suena como una revolución.
Lo que se disputaba en Nueva York no era una alcaldía, sino, en cierto modo, una cosmogonía política. La campaña de Mamdani, más que una carrera electoral, fue una contranarrativa. Usó su nombre de pila como marca (“Vota Zohran”), y lo hizo con una naturalidad que, en otra gran urbe como Madrid, parecería imposible (¿se imaginan una campaña con “Vota José Luis”?).
Buscaba confianza, pedía tiempo y fe. Llamó a tres millones de puertas (literalmente), y consiguió devolver al voto la textura de la esperanza.
Trump construyó un mito de poder individual. La riqueza como virtud y espectáculo. Mamdani ha erigido el suyo sobre la fragilidad compartida. Es lógico que el primero vea en el segundo una amenaza existencial. El oro pierde encanto cuando las calles están llenas de colchones y mantas.
El “socialista” gana no porque la gente se haya vuelto comunista, sino porque el capitalismo ha dejado de cumplir sus promesas.
Pero la cuestión práctica es si podrá sacar adelante esas promesas. Sus palabras conectaron con un electorado cansado de promesas técnicas y soluciones tímidas. Pero la alcaldía de Nueva York no es un despacho de ensueño: es un aparato enorme, con múltiples poderes estatales, dependiente de Washington, de Albany y de un sistema fiscal rígido.
Y Trump ya ha anunciado un choque sin precedentes con la retirada de la financiación federal.
Mamdani no ha inventado un discurso nuevo, ha recogido las ruinas de uno viejo. Su victoria no anuncia el paraíso socialista, aunque sí certifica el agotamiento del sueño dorado.
Pero lo que sí ha conseguido es encender la esperanza (o la ilusión) de que hay otra forma de gobernar el desastre. Ahora el reto es convertir la épica de campaña en gestión eficaz.





