Publicado en: El Nacional
Por: Carolina Espada
¡Hay que ver que yo sí que soy cándida! En mi carrito de 1989 agarré la avenida Francisco de Miranda —en dirección Este— desde el comienzo en Chacaíto hasta Santa Eduvigis. Eso fue como a las 11:00 am.
Me corrijo, cándida es poco: soy tonta, boba, incauta, pánfila, idiota, papanatas, papafrita, corta de entendimiento y panoli. Estúpida no soy.
¡¡¡Se me olvidaron el enjambre, la plaga y la marabunta de motorizados a quienes muy poco les importa su vida!!! Los que trabajan a toda velocidad en esa cosa que Lope de Vega llamaba “delivery” (y que yo insisto en denominar “reparto o entrega a domicilio”); los que hacen “caballito” y se caen para atrás; los que se retan y arrancan con un pique frenético; los que se ponen creativos y describen cadenetas de ADN entre carro y carro; ¡y los que acaban de comprar su moto y aún no saben conducir y así se lanzan por la autopista como un chinazo! No puedo dejar de mencionar un detallito: todos, soplados, con su celular en mano contestando wasaps.
La inmensa mayoría no es “malagente”, pero se han convertido en una catástrofe física y mental para todos sin excepción. Desgracia física para ellos, porque a cada rato hay un accidente: un sinfín de heridos y otros absolutamente muertos espachurrados. Padecimiento mental para los conductores que manejan en situación de “Alerta Roja”, constante angustia, máxima tensión. Hay más de uno que le grita groserías abyectas a los motorizados; otros van repitiendo dos mantras: “¡Dios mío, que yo no vaya a matar a un pobre infeliz!” o “¡Madre de Dios, que no se me meta uno debajo de las ruedas del carro!”.
¡Olvidaba a los peatones, que también son arrollados al atravesar las calles y las avenidas, o los que van confiados por las aceras, por donde también circulan los motorizados bajo el lema de “¡Quítate tú, que aquí voy yo, sin frenos y no respondo!”.
Lo cierto es que al regresar a la casa y estacionar el vehículo, la gente inspira hooondooo. Los automovilistas caen en cuenta de que venían sin respirar. Y tal es su nivel de estrés y agotamiento, que colapsan en el sofá más cercano y no sirven para nada más durante el resto del día.
Vuelvo a mí. Venía manejando despacio, con suma precaución, sin escuchar la radio para no distraerme y como Caperucita Roja, es decir: “tralalí tralalá”, palabritas cantarinas que me aplacan un poquito los nervios. Muy poquito. Cada vez menos. Delante de mí, sobre el rayado peatonal, unos treinta motorizados amuñuñados haciéndole “frunfrún” a sus motos (creo que eso es cuando las aceleran estando estacionadas); a mi izquierda, más motorizados estilo Yummy, Ridery, Farmatodo, pizzas y helados, y otros sin identificación laboral (y más “frunfrún” y una que otra cornetica “pipp-pip”); a mi derecha, lo mismo, pero mucho más impacientes y amenazantes; detrás, unos diez, revueltos y prácticamente ejjjtaponados en la maleta de mi carrito. “¡Del Valle (así llamo a la virgen) que no me pasen por encima!”.
¡Y se dio la largada y todos dejamos que se fueran adelante con aquel desespero zigzagueante! “¡¡¡Se me enfría la pizza!!!”; “¡¡¡Se me derrite el helado!!!”. Y desde Chacaíto a Santa Eduvigis, ninguno me dejó cruzar a la izquierda. A la derecha tampoco hubiera podido. Así que seguí de largo y tan de largo seguí, que llegué a Puerto La Cruz. Allá me comí un pescadito a la plancha y pernocté en una posadita muy limpia y carente de todo lujo (sin Wi-Fi, ni televisor, ni agua caliente y con una toallita mínima). Al día siguiente pude, finalmente, dar la vuelta en “U” y lo hice con sustico, no fuera a coger rumbo a Cumaná.
De regreso, paré en Boca de Uchire a desayunar-almorzar y comprar bastante agua para el camino, porque de haber un motorizado despedazado en la vía, eso puede ser horas y más horas de cola. Y es que muchas veces, lo que queda de ellos sobre el asfalto lo tienen que despegar con espátula. No hablemos de la materia gris, esa no hay forma de extraerla del pavimento.
Insisto, en su inmensa mayoría son buenas personas que están trabajando y tienen familia. No los odio, les tengo pavor extremo. Motorizadofobia aguda.
Manejandito cautelosa y siempre por el canal derecho; llegada a Caracas sin aire acondicionado, porque se me echó a perder; Cota Mil por el hombrillo y las luces intermitentes o de emergencia; salida en Sebucán y después, por los caminitos verdes, ¡¡¡Santa Eduvigis!!! Cuando paré el carro en el estacionamiento de mi edificio exclamé: “Hay Dios y me ama! ¡¡¡Llegué y no me topé con ningún cadáver!!! ¡¡¡No hubo sangre derramada y, por lo tanto, no se desató la ira de los dioses del Olimpo, que esos sí es verdad que no perdonan!!!”.
Entonces, ¿en qué quedamos? Esto es bien trágico, señoras y señores y niñitos. Díganme, por favor, porque no sé: ¿qué podemos hacer al respecto?





