Publicado en: ABC
Por: Karina Sainz Borgo
Papá murió un 28 de marzo. No había cumplido los 87 y pesaba 50 kilos. Tenía la cara aspirada por la muerte. El gesto se le había disuelto en una mueca durmiente, casi exhausta. «Lo que más duele de todo esto es el desarraigo», dijo mi tío cuando cerraron el ataúd. Yo no supe qué contestar. No tuve palabras a la altura de sus certezas. «Lo que más duele de todo esto es el desarraigo». El hermano de mi padre nació en Francia, se crio en Venezuela y desde hace más de quince años vive en Estados Unidos. Sus padres -mis abuelos- y su hermano mayor -mi papá- cruzaron andando la frontera entre España y Francia y se radicaron en Pessac.
De aquellos años, mi padre -el Gran Capitán- recordaba varias cosas, hipérboles que él adornaba y tergiversaba a gusto y con un talento impresionante para convertir cualquier control de pasaportes en una pieza de Borís Pasternak. Hubo sin embargo una anécdota que tardé años en conocer.
Estaba él ya muy mayor, aquí en España, emigrado de vuelta, cuando supe de la advertencia que le hacía mi abuela siendo él aún muy peque-ño. «No toques la lumbre», le decía antes de que ella y su marido cerraran la puerta del habitáculo donde hacían vida como exilados políticos. Mi padre se quedaba solo todo el día hasta que ellos regresaran de trabajar -de lo que fuera, de lo que encontraran, de lo que hubiese: eran inmigran-tes, apestados, perdedores de la guerra, o todo eso junto-. Mi papá tendría quizá tres años, o cuatro. No lo sé. Yo también tergiverso mis recuerdos. Eso es también otro signo de desarraigo, su-pongo. Es más lo que duele que la capacidad para recordarlo. Quizá por eso él jamás dijo sentirse solo. Quizá por eso se levantaba tan temprano.
Quizá por eso era inmune al desaliento. Quizá por eso llegó a la muerte como el patrón del barco invencible de su semblante.
No hace tanto de la muerte de mi padre, el próximo 28 harán nueve meses. Desde entonces, me importa todavía menos pertenecer. Una casa, una ciudad, una nación, un trabajo, un grupo. ¿Qué es todo eso sino una convención? Eres aceptado y aceptas ser de un lugar. Se ejecuta una transacción política y ciudadana elemental. Cicatriza luego la tumoración de no estar en un espacio específico o de dejar de ser una persona determinada -el español o la española, el catalán o la catalana- para dar paso a un estadio más amplio.
Abolida la costumbre de llevar flores a nuestros muertos -pasa cuando las tumbas están en otro país, en otro tiempo-, he acabado por comprender que el arraigo es otra cosa. Atiborrarse de silencio. Aprender a desconfiar. A no pertenecer a ningún bando, porque el que te asignen será una elección de los otros. Y tú lo aceptarás -o no-.
Pero esa ya es otra cosa. Y esa tampoco te pertenece. Lo que más duele no es el desarraigo. Es Ile-gar a entenderlo.





