No significa que la intervención militar sea inminente. Pero sí que, por primera vez, la estructura del régimen de Maduro entra oficialmente en un terreno donde narcotráfico, terrorismo y seguridad nacional se entrecruzan.
Publicado en: El Español
Por: Beatriz Becerra
La política internacional tiene una cualidad incómoda: durante años aparenta no moverse y, de pronto, en cuestión de semanas o días, todo se reconfigura. Eso es exactamente lo que está ocurriendo con Venezuela.
La elevación del llamado Cartel de los Soles —la estructura criminal incrustada en el régimen chavista— a la categoría de Organización Terrorista Extranjera (Foreign Terrorist Organization o FTO) es un salto cualitativo. Un antes y un después legal, operativo y estratégico.
Washington no sólo añade un rótulo duro: amplía herramientas y reduce barreras. Activa protocolos internacionales y posibilita actuaciones que hasta ahora estaban blindadas por complejidades jurídicas.
No significa, como algunos repiten de forma cuanto menos irresponsable, que la intervención militar esté decidida o sea inminente. Pero sí significa que, por primera vez en años, la estructura del régimen de Nicolás Maduro entra oficialmente en un terreno donde narcotráfico, terrorismo y seguridad nacional se entrecruzan con plena capacidad ejecutiva.
La designación transforma lo que hasta julio era un expediente del Tesoro —una etiqueta SDGT, centrada en sanciones financieras— en una cuestión de seguridad nacional dependiente del Departamento de Estado.
Es decir, de Marco Rubio, el gran catalizador de esta activación en cadena que dispara un enorme rango de nuevas capacidades.
No se trata sólo de una cooperación policial ampliada, de expulsiones y detenciones, sino de la presión directa sobre quienes facilitan o toleran el circuito criminal que sostiene al régimen chavista.
Maduro aún mantiene el control institucional (de unas instituciones desventradas), unas Fuerzas Armadas alineadas con la narrativa oficialista (pero en un incontenible proceso de descomposición y disensión) y unas redes clientelares que siguen garantizando la supervivencia interna (aunque saben agotado el maná).
Y sí, sus alianzas materiales con Rusia, Irán y China le han permitido sostener ingresos, proyectos energéticos y maniobra geopolítica. Pero la ecuación ya ha cambiado.
Por primera vez, la presión externa —legal, financiera, de seguridad— y el desgaste interno —económico, social, moral— avanzan en paralelo, reforzándose mutuamente.
El régimen puede resistir semanas o meses, pero su margen se estrecha día a día. Y lo hace justo en un calendario que tiene un punto crítico: el 10 de diciembre, cuando María Corina Machado reciba el Nobel de la Paz en Oslo.
Ese acto, inconmensurablemente político, será un multiplicador simbólico y diplomático que el régimen no puede contener ni controlar. De hecho, oficialismo y caprilismo han echado a volar rumores de que María Corina ya salió para Europa, con una solvencia sólo comparable a la de Maduro cantando Imagine.
En este contexto, la Administración Trump ha optado por lo que mejor conoce: una mezcla calculada de presión retórica, exhibición militar, endurecimiento legal y búsqueda de opciones coercitivas sin comprometerse por adelantado con ninguna.
Y un nuevo elemento clave en la coreografía de disuasión, ensayo y presión: el reconocimiento por parte del presidente Trump de que hay diálogo con Maduro.
¿Significa eso que una operación militar es más probable? En realidad, no: sólo significa que es jurídicamente más plausible que hace un mes, y políticamente más visible. Pero sigue siendo una alternativa de alto coste y enorme riesgo regional.
Una intervención directa no resolvería de un plumazo los problemas estructurales de Venezuela, y podría desatar un caos migratorio, humanitario y criminal de proporciones difíciles de gestionar.
En cambio, la presión no militar intensificada —sanciones selectivas, desarticulación de redes exteriores, coordinación con aliados de Iberoamérica y Caribe— es altamente probable y ya está en marcha.
Tras los últimos acuerdos alcanzados entre los presidentes Trump y Xi Jinping, en especial el compromiso de China de tomar medidas enérgicas contra los químicos precursores que pueden utilizarse en la elaboración de fentanilo, merece especial atención considerar cuál será el posicionamiento de Pekín en este nuevo tablero.
Parece probable que mantenga su clásica postura de no intervención, defensa de la soberanía y protección de las inversiones.
En ese contexto, no respaldaría una operación militar estadounidense, pero tampoco se arriesgaría a sanciones secundarias graves por proteger a Maduro. Su apuesta será pragmática: estabilidad, continuidad de contratos, expansión de proyectos productivos y presencia tecnológica.
Si el régimen cae, China buscará garantías para sus empresas. Si Maduro negocia su salida, Pekín puede facilitar soluciones discretas. Si la transición es caótica, se atrincherará diplomáticamente.
Nada más. Y nada menos.
Entre tanto, en Venezuela se intensifica la narrativa oficialista: victimismo, patriotismo impostado, acusaciones de “agresión externa”. Pero esta vez la retórica no basta para tapar la fragilidad real.
La inflación encubierta, la precariedad de servicios, el éxodo interminable, el colapso sanitario y educativo, la corrupción sistémica… todo sigue ahí.
Y la entrega del Nobel a Machado añade ese poderoso componente que el régimen no puede reprimir: el unánime reconocimiento internacional de la legitimidad de la oposición ganadora de las elecciones hace más de un año, además de unificación narrativa y exposición mediática global.
El escenario más plausible en los próximos meses es una transición negociada, por presión acumulada más que por ruptura interna. Una salida pactada que ofrezca salvoconductos, garantías y continuidad institucional mínima.
No es un camino limpio ni heroico, pero es el que históricamente permite evitar vacíos de poder catastróficos.
La alternativa —una caída precipitada tras operaciones coercitivas limitadas— es de alto riesgo, pues supondría fragmentación territorial, auge del crimen organizado, explosión migratoria y degeneración del conflicto en formato regional.
Y el tercer escenario —la prolongación autoritaria sin cambios— es cada vez menos coherente con la realidad de presiones simultáneas.
De aquí al 10 de diciembre, veremos la aceleración de todos los vectores: más sanciones, más presencia naval, más declaraciones coordinadas, más movimientos diplomáticos.
La designación FTO no es el disparo de salida de una guerra, pero sí la advertencia de que la paciencia estratégica con el chavismo se ha agotado. Y, por primera vez, el régimen lo sabe.





