El año que viene se anuncia con neblina, como esos amaneceres caraqueños en que el Ávila se esconde y uno tiene que afinar el oído para orientarse. No es un año que se anuncia con trompetas ni con certezas; más bien avanza como un gato sigiloso, dejando huellas apenas visibles sobre el piso húmedo. Y, sin embargo, en esa bruma hay una promesa: lo que no se ve obliga a mirar distinto.
La neblina no es sólo falta de claridad. Es un filtro. Un tamiz que obliga a caminar más despacio, a escuchar el crujido de las hojas, a oler la tierra mojada antes de dar el siguiente paso. El año que viene, así envuelto, invita a la paciencia y a la astucia. A la intuición. A ese arte de leer entre líneas, de encontrar contenido incluso en lo que parece vacío.
En la neblina, las cosas cambian de tamaño. Lo pequeño se agranda, lo grande se difumina. Quizás por eso el año que viene será un tiempo para lo mínimo: una taza de café que calienta las manos, una conversación que se vuelve faro, un gesto que abre un corredor de luz. La neblina obliga a confiar en lo cercano, en lo que se toca, en lo que respira al lado. Y también tiene algo de protección: lo que está cubierto no puede ser juzgado todavía. El año que viene se reserva el derecho de sorprender, de revelar sólo cuando esté listo, de mostrar —como hace la montaña— que detrás del velo hay un contorno firme.
La neblina también pule. Es como si el tiempo hubiera decidido pasarle un paño húmedo al mundo para borrar los contornos demasiado rígidos, las certezas que ya no sirven, los mapas que quedaron obsoletos. En esa difuminación, cada quien tendrá que inventarse un modo nuevo de orientarse. No habrá brújulas heredadas ni señales luminosas. Habrá, en cambio, un rumor: el propio.
Porque la neblina amplifica lo íntimo. Uno escucha su respiración como si viniera de otra persona. El corazón late más fuerte, no por miedo, sino porque por fin se oye sin interferencias. El año que viene será un tiempo para escucharse sin excusas, para preguntarse qué voz es la propia y cuáles son ecos ajenos que uno cargó por costumbre.
En esa espesura, las ciudades cambian de carácter. Caracas se vuelve más honesta cuando se cubre de neblina: se le ven las grietas, pero también la ternura. Los edificios parecen acercarse unos a otros, como si se dieran calor. Los perros callejeros caminan más despacio, como si supieran que la prisa es inútil cuando el horizonte se esconde. El año que viene tendrá algo de eso: una invitación a bajar el ritmo, a dejar que el mundo se revele a su propio paso.
La neblina también es un ensayo de coralidad. Lo que está cerca se vuelve compañero; lo que está lejos, misterio compartido. En la bruma, nadie camina solo: todos avanzan en una misma penumbra, tanteando, adivinando, confiando. Quizás por eso el año que viene será un tiempo de voces que se encuentran sin haberse buscado, de manos que se extienden sin protocolo.
Pero, la neblina no es eterna. Tiene la cortesía de retirarse cuando el sol decide imponerse. Entonces uno descubre que, mientras todo estaba cubierto, algo se estaba gestando: un brote, un brillo, una línea nueva en el paisaje. El año que viene, cuando la neblina se levante, mostrará lo que estuvo creciendo en silencio: decisiones, afectos, renuncias, pequeñas valentías.
Ojalá el año que viene nos encuentre de mejor ánimo. Y no como un deseo tímido, sino como una especie de conjuro íntimo que uno se dice mientras amasa el día. Que el año que viene nos encuentre con el ánimo menos astillado, menos cargado de ese cansancio que se pega a los huesos.
Que nos encuentre más ligeros, aunque no haya cambiado nada afuera. Más capaces de reírnos de lo que antes nos crispaba. Más dispuestos a dejar que la ternura haga su trabajo silencioso. Que nos encuentre con el pulso un poco más parejo, con la respiración menos apretada, con la mirada menos nublada por el sobresalto.
Porque el ánimo también es un territorio. A veces se incendia, a veces se inunda, a veces queda en barbecho. Pero siempre, siempre, tiene la posibilidad de reverdecer. Y quizás el año que viene —con su neblina, con su paso de gato, con su misterio— traiga justo eso: un reverdecer discreto, casi imperceptible al principio, pero firme.
Ojalá nos encuentre así: con ganas de seguir afinando la vida, de seguir buscándole la música a lo cotidiano, de seguir encontrando compañía incluso en la soledad.





