Soledad Morillo Belloso

Irse o quedarse – Soledad Morillo Belloso

Por: Soledad Morillo Belloso

No critico a los que se han ido. No puedo. Cada quien carga su propio mapa del miedo, su propio cansancio, su propio modo de salvarse, sus propias razones. Irse no es una falta ni una renuncia: es un acto íntimo, personalísimo, a veces desesperado, a veces luminoso, siempre complejo. Quien se va también deja algo atrás, una sombra, un eco, un hilo que lo sigue uniendo a esta tierra aunque pretenda cortarlo. Nadie se va indemne. Nadie se va ligero. Nadie se va sin pagar un precio.

Pero tampoco acepto la crítica a los que nos quedamos. No la tolero. Quedarse no es cobardía ni comodidad. Quedarse es otra forma de pelear, de resistir, de sostener lo que queda en pie aunque tiemble. Quedarse es poner el cuerpo donde ya casi no hay cuerpo, es seguir respirando en un país que a veces parece empeñado en quitarnos el aire. Quedarse es también un acto de cada cual, a veces torpe, a veces valiente, siempre lleno de contradicciones. Y quien mira desde lejos no siempre entiende el peso de esa decisión, ni el desgaste, ni la terquedad que implica seguir aquí.

No es cierto que se quiera más o menos por irse o quedarse. No lo creo, no lo acepto, no lo negocio. El amor por un país, por una familia, por una historia, por una identidad, no se mide en kilómetros ni en fronteras. No se pesa en sellos de pasaporte ni en recibos de pago de servicios públicos. No se certifica con presencia física ni se invalida con ausencia forzada. Yo no quiero más por quedarme. Tampoco quiere menos quien se fue. El amor no es un concurso de resistencia ni una prueba de lealtad.

Irse es un acto de amor hacia la propia vida. Quedarse también. Y cada quien decide desde su herida, desde su miedo, desde su esperanza, desde su responsabilidad, desde su cansancio, desde su deseo de seguir siendo quien es.

Por eso no juzgo. Por eso no permito que me juzguen. Porque en este país nadie está ileso, nadie está intacto, nadie está completo.

La tragedia venezolana nos partió en dos geografías emocionales: los que se fueron cargan nostalgia, culpa, rabia; los que nos quedamos cargamos cansancio, abandono, rabia. Dos dolores que se miran sin reconocerse. Dos duelos que se confunden con reproches. Dos formas de sobrevivir que a veces se sienten como bandos, aunque no lo sean.

Pero no somos bandos. Somos la misma herida expresada de dos maneras distintas. Somos la misma nostalgia con acentos diferentes.
Somos la misma pregunta sin respuesta.

Cada quien intenta salvar algo: la vida, la memoria, la dignidad, la cordura, el nombre propio. Y en un país donde todo parece estar en ruinas, cada quien hace lo que puede con lo que tiene. No hay jerarquía moral entre esas decisiones. No hay superioridad ética. No hay bando correcto. Lo único incorrecto es el juicio.

Por eso lo digo sin temblor: no critico a los que se han ido; no acepto la crítica a los que nos quedamos. Y no es cierto —nunca lo ha sido— que se quiera más o menos por irse o quedarse. El amor no se somete a esas contabilidades mezquinas. El amor simplemente está. A veces callado. A veces furioso. A veces roto. A veces intacto en su fragilidad.

Pero está. Y eso basta.

 

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