Simpatía por King Kong
Autor: Ibsen Martínez
Grupo Planeta
2013
A Ibsen Martínez lo conozco desde hace ya más de cuarenta años. En aquellos tempranos 70 los dos estudiábamos en la Universidad Central. Él en la Escuela de Matemáticas, yo en la de Filosofía. “Los extremos del saber”, decía él, aunque no sabíamos nada de nada. Eso sí, con los arrestos de la juventud, éramos curiosos, desfachatados, irreverentes y provocadores. En realidad, él bastante más que yo. Era especialista en buscarle las cinco patas al gato y en desquiciar a sus interlocutores con argumentos y contraargumentos que olvídate de la reducción al absurdo. Huelga decir que, con los años, semejante característica la ha perfeccionado al máximo, tanto que sus artículos semanales son de obligatoria lectura dejando, domingo tras domingo, estelas de aplausos y vituperios.
Pero regresemos a los 70 y a una barra cualquiera de La Candelaria. Las conversaciones solían girar sobre tres tópicos fundamentales: política (obviamente, todos éramos de izquierda), beisbol (todos seguimos siendo del Caracas) y salsa. Mucha salsa. Pero, a diferencia de la mayoría que en ese entonces empezaba a caer rendida por el Boom que venía de Nueva York, nosotros ya manejábamos y gozábamos algunos nombres del antecedente cubano: Ignacio Piñeiro, Arsenio Rodríguez, Beny Moré, Miguelito Valdés, Pérez Prado… Y quiero hacer énfasis en este nombre porque Dámaso Pérez Prado suena de manera particular en el asunto que esta tarde nos ocupa.
En la segunda mitad de esa década, Ibsen, llevado de la mano de Cabrujas, entró a trabajar en la televisión (a principios de la década siguiente, llevado yo de la mano de Ibsen, entraría a trabajar en la misma industria). Mundo sin duda fascinante, envolvente, apabullante. Las conversas de La Candelaria tuvieron entonces otro tópico sobre el cual girar. Personajes absurdos, inesperados, a veces predecibles pero por lo general no tanto, nobles farsantes en el oficio y en la vida real, derrotados y soñadores de toda calaña y dimensión. En otras palabras, personajes novelables.
“Algún día tienes que escribir una novela sobre eso; algún día tengo que escribir una novela sobre eso”, terminaron siendo frases recurrentes al final de esas conversas bien libadas de La Candelaria. Muchos años después, Ibsen tuvo un primer intento en su primera novela. El lance, sin embargo, no resultó del todo afortunado. Pero los escritores de raza son como los viejos guerreros o los viejos rockeros: no se rinden jamás. En el segundo intento, Ibsen prefirió curarse en salud y buscó una arena más distante y por lo tanto menos movediza: la Inglaterra del Siglo XIX con un señor Marx lleno de deudas y demás penurias domésticas. En el largo y variado mientras tanto, una obra teatral con fuelle y envergadura (Humboldt y Bonplan taxidermistas, La hora Texaco, Fiero Amor, Los petroleros suicidas), y los ya aludidos lúcidos y polémicos artículos en la prensa nacional e internacional.
La televisión, por supuesto, siguió allí, coqueteándole, y él, como siempre, siguió allí, embarcándola.
Y un buen día, hace como dos años, me llegó con esto: “échale una leidita ahí, a esta vaina”. Esa vaina es lo que hoy nos ocupa.
El hombre que descubrió a Pérez Prado, músico cubano por muchos llamado “rey del mambo”, estaba acuclillado en la plataforma de descarga del mercado. Era un negro sesentón, pequeñajo, llevaba las gafas ahumadas sobre la calva. Compraba yuca a los hombres de un camión.
Es lo primero que leemos, un campanazo inicial prometedor. El sitio es el mercado de Quinta Crespo, allí en las cercanías del canal de televisión, y el acuclillado es nada menos que Kiko Mendive, el protagonista de nuestra historia.
Mendive fue siempre de los personajes favoritos de Ibsen en ese frondoso anecdotario del mundo de la televisión. Viejo sonero cubano, compositor ocasional y buen bailarín, de carácter afable y cordial, Kiko se desempeñaba en esos, los años de su decadencia, como parte del elenco de segunda línea de la Radio Rochela. Era muy flaco, con un cuerpo como mal armado, y una cara tan fea que cualquier morisqueta ya producía hilaridad.
Pero esa mueca era una vergüenza que desdecía las glorias de antaño. Y eso fue lo que siempre, en su discurso recurrente, lamentó Ibsen. Kiko Mendive –o Malanga- fue bueno en Cuba cuando había que ser realmente bueno para triunfar en Cuba; fue bueno y triunfó e hizo cine en México, cuando México era una meca que se tuteaba con Hollywood. Y semejante personaje era el que ahora se acuclillaba entre las yucas de Quinta Crespo.
Pero “Simpatía por King Kong” está muy lejos de ser la historia o la biografía de Kiko Mendive. Es mucho más. Es la historia de un escritor obstinado en desentrañar los misterios que suponen el fracaso, el abandono, la traición. Ibsen, una vez más, ha vuelto sobre esa constante que ha caracterizado toda su obra. “Sólo te prometí un país a la intemperie”, le dice el arrogante Humboldt al frágil Bonpland cuando, antes de que caiga el telón, están a punto de adentrarse en lo incógnito de nuestra latitud y de nosotros mismos. El tímido protagonista de Texaco por fin atrapa un fly al final del primer acto, para encontrarse, en el comienzo del segundo, repitiendo la misma hazaña inútil, décadas después, en un largo historial de fracasos y abandonos.
Por estas mismas calles merodea “Simpatía por King Kong”, pero ahora hay una diferencia capital: la ruindad que solía ser el colofón de estos personajes (nada más elocuente en este sentido que “Los petroleros suicidas”, por ejemplo), ahora se trastoca en una suerte de epifanía inesperada y luminosa. La traición está, el abandono también y el fracaso ni hablar, pero la diferencia radica en que, al final, un escritor que ha venido prometiendo una novela “cojonuda” a lo largo de todo el libro (y de toda su vida), en un arrebato de sinceridad se deja de eso porque, escribiendo, logró por fin el añorado exorcismo.
Alérgico a la ternura, Ibsen ha logrado una novela con buenas dosis de ella. Pesimista irredento, ha logrado un texto sonriente y optimista. El fardo de los fracasos ya no pesa tanto, la soledad ya es más difusa y duele menos; la traición no necesariamente amerita una venganza.
Creo, Martínez, que debemos volver a La Candelaria. Lograste tu novela coronada.
César Miguel Rondón
Plaza Altamira, 27/4/13.
2 respuestas
Con este prólogo de César Miguel Rondón, juro que pediré que me regalen esta novela para el Día de las Madres. Saludos.
Pues en verdad que la imagen que me quedo grabada de Kiko Mendive fue esa que menciona de la decadencia y producía una risa mezclada con tristeza