Por: Alberto Barrera Tyszka
En Vida y destino, monumental novela, escrita desde la entrañas del estalinismo, Vasili Grossman va construyendo soterradamente el recorrido anímico de personajes, y de todo un pueblo, que transita el tenebroso camino del miedo a la sumisión. Es un retrato cruel de la infinita capacidad de violencia que tiene el poder, de la infinita capacidad de degradación y de sometimiento que tienen sus víctimas. Así nace la narración de una historia privada de los silencios.
También nosotros, llenando de comillas la distancia entre ambos casos, podríamos contar el proceso de estos años a través de los secretos. Desde 1999 hasta hoy existe un relato amplio y profundo de aquello que no podemos saber. Lo que no se dice, lo que no está en la etiqueta, lo que no aparece en el reporte, lo que está fuera del presupuesto, lo que no declara ninguna fuente, lo que está cerrado, lo que forma parte de la seguridad nacional… es cada vez mayor, cada vez más grande. Esa es otra de las grandes paradojas que hemos cultivado. A mayor ruido mediático, a mayor cantidad de satélites, señales y emisoras; mayor también es la falta de transparencia, el misterio. Vivimos en una constante opacidad sonora. Hay tantas noticias que ya no hay ninguna noticia.
Desde muy temprano, Hugo Chávez entendió la importancia de la comunicación, del control de la información.
Entre otras cosas porque ahí estaba su verdadero campo de batalla. Él sabía que ése era su mejor talento, que ahí se fraguaba su fuerza. Lo dijo con claridad José Vicente Rangel el 20 de marzo, pocos días después de su muerte: «Chávez fue esencialmente la palabra, el verbo. El arma más poderosa de Chávez no fueron los tanques, ni los 120.000 soldados de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana, ni la milicia… sino su palabra». Se trata de un hechizo personal irrepetible. Y no es fácil ahora pensar que la autodenominada «revolución» quizás sólo era la rutina individual de un excelente showman. Por eso Maduro anda patinando por el país, ofreciendo canales de televisión a los militares, a los estudiantes, a los militantes del Gran Polo Patriótico. Se busca una estrella.
Por más de 14 años, los distintos gobiernos oficialistas han recurrido a la tesis de la «conspiración mediática» para justificar sus errores y sus desmanes. Esto ha ido rediseñando también una idea de «pueblo», una noción de los «consumidores de la información» como una manada de tarados, incapaces de discernir ni media sílaba, dispuestos siempre a que se les inocule de manera mecánica cualquier mentira. Es curioso que el Estado que pregona los saltos de conciencia crítica, que enaltece al pueblo aguerrido y luchador, que nos convoca a defender la nueva independencia conquistada… sea también el mismo Estado que piensa que somos unos idiotas infantiles, una masa tan fácilmente manipulable, una parranda de ciudadanos ingenuos, a los que no hay que decirles todo, a los que hay que «proteger» de la verdad.
¿Cuántas cosas no podemos o no debemos saber? Toma papel y lápiz y haz una primera lista, a mano alzada, provisional. Dale un empujón a la memoria. Muévela. Anota lo primero que te venga a la cabeza. No podemos saber qué pasa dentro de la Asamblea Nacional, por ejemplo. Tampoco podemos saber qué pasa dentro de la morgue. No hay periodistas que puedan estar ahí, de manera independiente, haciendo su trabajo. Otro ejemplo: no podemos saber el precio del dólar. No nos conviene. Ni es saludable que sepamos cuántos funcionarios cubanos están realmente en el país. Ni dónde están o qué hacen. Saber eso no te hará bien.
¿Para que necesitas saber cuántos barriles de petróleo estamos produciendo? ¿Para qué necesitas saber qué convenios tiene Pdvsa? No te hace falta. Como nunca te hizo falta saber claramente sobre la enfermedad del presidente Chávez. Más ejemplos: los resultados electorales, las denuncias de corrupción, las relaciones con Irán, el número de fallecidos por la gripe AH1N1… A cuenta de las supuestas guerras mediáticas, ejercen el poder de una manera muy particular. Decidieron expulsar el verbo socializar del campo del control de la información. Sólo les interesa privatizar la verdad, excluir a la mayoría de la posibilidad de saber.
Es una conducta que se reproduce, que se transforma en procedimiento común, que también quiere ser parte de una nueva normalidad. Lo primero que eliminaron de la pantalla los nuevos propietarios de Globovisión fue unos segmentos breves pero implacables: «Aunque usted no lo crea» y «Usted lo vio». Dos espacios que sólo transmitían un simple registro de la memoria. Pero dejaban desnudas las contradicciones del poder.
Eso fue lo que les pareció más peligroso. Unas imágenes de archivo. Unos segundos de historia. Una mínima verdad irrefutable.
Es sutil pero siniestro el paso del miedo a la sumisión. Forma parte de esta larga historia. En el fondo esperan que, algún día, comencemos a sentirnos satisfechos. Eso desean.
Que nos quedemos contentos con lo que nos dan. Con lo que nos dicen. Con lo que podemos saber.