Inflación y dictadura

Por: Eduardo Mayobre

Para que no termine de sucumbir la democracia en Venezuela es necesario detener la inflación. El aumento generalizado de los precios, cuando rebasa un cierto nivel, conduce a la caída del gobierno, y desemboca casi necesariamente en una dictadura. El cambio de gobierno se produce porque la población no soporta más la reducción de su poder adquisitivo y porque a los factores económicos la incertidumbre provocada por el constante incremento de los precios les impide operar con un mínimo de racionalidad.

La deriva hacia una dictadura la origina el hecho de que sólo con medidas muy duras, a veces arbitrarias, se puede revertir una inflación acelerada. Entre otras razones, porque esas medidas habitualmente debilitan aun más los niveles de vida de la ciudadanía.

El salto, que ya casi parece irreversible, de una inflación anual de 20% a una de 40% indica que se está alcanzando ese límite, ese punto de no retorno, en el cual el incremento de los precios adquiere dimensiones políticas que superan incluso su significación económica. Estas implicaciones políticas son dañinas tanto para el gobierno como para la oposición. Para el gobierno, porque pueden agotar la paciencia del pueblo, al punto de que no esté dispuesto a esperar un cambio por las vías institucionales. Para la oposición porque con una inflación de tales magnitudes sería muy difícil restablecer la normalidad democrática.

La experiencia de América del Sur es ilustrativa al respecto. Después de un paréntesis democrático que se produjo en la segunda mitad de la década de los 50 del siglo pasado, el ciclo de nuevas dictaduras militares se inició en Brasil en 1964. Ese año la inflación anual alcanzó 91,9%, el doble del promedio de la década. En Argentina, una primera ronda de dictaduras militares comenzó en 1966, cuando la inflación fue de 31,9%, muy superior a un promedio de alrededor de 20% en los años anteriores. La segunda ronda de dictaduras militares se produjo en 1976, año en el cual el incremento de los precios fue de 444%. Poco antes, en Chile la terrible dictadura militar de Pinochet dio su golpe de estado a finales 1973, año en el cual la inflación registrada fue de 500%. Lo mismo se aplica a Uruguay, Perú y Bolivia.

Casi todas esas dictaduras, a su vez, cayeron cuando la inflación se les fue de las manos. Más triste es el caso de las nuevas democracias, sucedidas por semi dictaduras de derecha (Fujimori, en Perú, y Menem en Argentina, por sólo nombrar dos) porque tampoco pudieron lidiar con el alza de precios: El hecho de que en Venezuela no hayamos llegado todavía a cifras de inflación de tres o cuatros dígitos (más de 100% o de 1.000% anual) como sucedió en algunos de esos países no debe servirnos de consuelo. Porque una vez que la inflación se acelera puede llegar a niveles que antes parecían fantasiosos. Cuando se registran alzas de precios de alrededor de 20% anual durante varios años, todavía se puede hablar de inflación crónica. Pero si superan 30% o 40% pasan a ser graves. Y si esto se repite ya se debe hablar de «pronóstico reservado». Y eso parece ser lo que empezamos a vivir en Venezuela.

Con todas sus consecuencias económicas, políticas y sociales.

El que tales consecuencias perjudiquen a todos, incluso a las instituciones y a la poca democracia que nos queda, debiera ser una señal de alerta y provocar un diálogo que intente evitar el derrumbe que anuncian. Sin embargo, el partido de gobierno insiste en mantener sus políticas económicas y la confrontación. Sin darse cuenta que está cavando su propia tumba, a la cual lo llevarán las llamadas «condiciones objetivas», que se reflejan en la inflación y el desabastecimiento.

Salvador Allende, un verdadero líder revolucionario democrático, en los últimos meses de su gobierno buscó desesperadamente el diálogo. Llegó tarde. Pero al menos lo intentó. La inflación lo había derrotado de antemano. Y esa derrota desató todos los demonios. Los chilenos, conocidos hasta entonces como «los ingleses de América», por su vocación democrática, y su ejército, afamado por su institucionalismo, se transformaron y fueron conducidos a uno de los mayores períodos de crueldad e inequidad que se recuerdan en este continente.

Quizás si pudiéramos iniciar un diálogo sobre el problema del alza de los precios, sin renunciar a las respectivas posiciones ideológicas, sería posible que evitáramos la destrucción de las instituciones y de la convivencia que presagia una evolución económica insostenible. La lucha contra la inflación es para todos, gobierno y oposición, una defensa contra una dictadura que, como demuestra la experiencia suramericana, no sería ni de unos ni de otros sino una monstruosidad que aun no imaginamos.

 

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