Por: Carlos Raúl Hernández
La política y los políticos en democracia tienen mucho en común con la actuación teatral, porque más allá de lo que son realmente las acciones, lo importante es qué parecen. Un autor tan serio y magro como Maquiavelo, escribió nada menos que una comedia, La Mandrágora, para ilustrar sus concepciones de estrategia, táctica, maniobras y ardides. En ella Calímaco enamorado al extremo, traza y despliega un juego de astucias, avances, retrocesos y ardides para conquistar a Lucrecia, una dama complicadísima, malcriada, arrogante y con un marido bastante zorro. Los políticos tienen un básico histrionismo para que el público aplauda (y no rechace) acciones que luego evaluará con el voto. La incompetencia sobrehumana de un gobierno tan bufo como Calímaco, conduce a ajustes, golpes brutales contra el presupuesto familiar, anunciados como «avances de la revolución», «lucha contra el cadivismo» o respuesta a la «guerra económica».
Lo que torna tragedia esta comedia es que los fingimientos empeorarán una economía agónica y la desventura colectiva. Los políticos que pasan a la Historia son los que emprenden grandes tareas de construcción (o destrucción) y no olvidan cuál es su público. Líderes positivos, Churchill, Betancourt, González, Aznar, Fox, Cardoso, Lagos, tuvieron la tarea cuesta arriba de atender los más diversos grupos, mantener la cohesión social, el consenso y desarrollar el cambio progresivo, tal como ocurre hoy en casi toda Latinoamérica. Los destructores revolucionarios Castro, Perón, Goulart, Velasco, Torrijos, suelen manejarse con más facilidad pues su trabajo es sembrar odio, confusión y descomposición con discursos incendiarios y decisiones irresponsables.
Varios plays paralelos
Es difícil crear progreso y fácil convencer a la gente de que quien mejora es por la desgracia de los demás y que quien tiene un apartamento es porque otro carece de él. Desde que el Galáctico dejó el abstencionismo por las elecciones de 1998, sin ocultar sus designios de freír cabezas y «enfrentarse» a EEUU, manejó a su favor el estado de cólera dejado por el gobierno de Caldera. Usó un lenguaje apocalíptico, igual que la entente Camilo Romero-Petro-FARC-ELN hoy en Colombia, cuidadoso en subrayar que no era marxista ni comunista sino un demócrata radical, «honesto». Solo quería «la constituyente», la virtuosa solución, el gran antiséptico para limpiar las manchas que dejaban «los políticos». Con eso sedó grupos de poder que ya tenía acobardados y de rodillas. Era el momento de aquella soberbia tarugada opositora de «véale las manos y no los labios». Sectores del poder económico, político y cultural pensaban que podrían domesticarlo, enseñándole a comer arenque y beber caldos Cristal.
«Constituyente» en mano, controlados los poderes, comenzó a apretar, siempre ayudado por las boutades de la oposición. A cada pifia de candor antipolítico respondía con un batazo, y el avance revolucionario le debe mucho a los inocentes líderes del momento. La revolución construyó sus públicos nacional y global y ha sido consecuente con la actuación en escena. Ha mantenido la coherencia, comenzando por la vinculación con Castro, hasta su apoyo a los terroristas colombianos. Hoy se escenifican una o varias piezas teatrales en paralelo de la tragedia principal. Quienes luchan por la democracia han construido laboriosamente un escenario común basado en la Unidad y parece que ningún iluminado puede romperla, pese a, como se observa, actuaciones a veces brillantes que parecieran indicar lo contrario.
Héroes de la calle
Algunos «radi» (apócope de radicales) declaran su pasión por una salida no electoral, de fuerza, pero se disculpan por estar a miles de kms. de Venezuela, -viven en Tubuai, Karibati, Pitkairm o Samoa-, pero juran que la patria no sucumbirá por falta de sus aguerridos tuits, principalmente contra los complacientes opositores colaboracionistas. Hasta ahora no se han creado frentes guerrilleros o Unidades Tácticas de Combate Urbano pero siguen armados amenazadoramente de iPad, iPhone y a los más conservadores les cuelga su BB en la cintura. Otros insisten en las virtudes milagrosas de «la calle». Cuando salen a una marchita con sus bermudas, silbato y gorrito, se sienten héroes estilo William Wallace o Leonidas, o por lo menos Daniel Craig en Casino Royal, pero las siete últimas movilizaciones convocadas por la oposición han sido tan escuálidas que dieron pena.
Para terror de muchos que se estremecen y sufren ataques de insomnio cuando lo leen, se habla de «constituyente», pero no hay que alarmarse: nadie reporta la recolección de una firma en ningún rincón del país, y si se propusieran hacerlo, difícilmente conseguirían demasiados candidatos a suicidarse en memoria de Tascón. Se sigue bajo las recetas del Galáctico, sin nada distinto. Muchos creyeron inocentemente que saldrían triunfantes con lo de la partida de nacimiento, y no le hicieron ni cosquillas a nadie, como fácilmente era de suponer, y queda claro que ver pajaritos en estado de gravidez es casi epidemia. Con el agravante de que encima vituperan a quienes confiesan no verlos. La experiencia de los grandes líderes enseña que no se dedicaron ociosamente a criticar a sus pares y hacer de la política chismes de barbería o de taxi, sino que llevan adelante sus ideas y convencen a los demás de que tienen razón.