Por: Jean Maninat
Hace tiempo que el gobierno perdió el empuje internacional que había caracterizado al socialismo del siglo XXI bajo el mandato de su difunto fundador. Luego de las objetadas elecciones de abril 2013, la comunidad internacional y Unasur en particular, le dieron un voto de confianza a Nicolás Maduro, y escondieron en los jarrones de palacio las denuncias hechas por la oposición y la promesa de exigir un recuento general de los votos. Actuaban de acuerdo con lo que ha sido una práctica reciente en la política regional: cerrar los ojos ante los problemas de orden democrático a la espera de que se desvanezcan por sí mismos. Impera el ambiente previo a la foto de grupo con la cual finalizan todas las reuniones entre mandatarios: besos y abrazos en las escalinatas o salones gubernamentales, justo antes de la pose solemne que marca el final de la jornada.
Pero el amiguismo de alto nivel se sustenta en el supuesto que el «amigo» al que se le concede la indulgencia, sabrá aprovechar el segundo aire, enderezar los asuntos internos, encauzar la economía, tranquilizar a la sociedad toda, y dejar de fregar la paciencia de manera tal que cada quien se dedique a gobernar en paz en sus respectivos países. Es un quid pro quo simple que funciona entre gente con una mínima capacidad política y sentido de la gobernanza. Sólo que como en todo los clubes -«nunca pertenecería a un club que admitiera como socio a alguien como yo, decía Groucho, el más genial de los marxistas»- se pueden colar los chapuceros, los que echan a perder todas la fiestas y son el Pthirus pubis que irrita hasta la más abnegada de las paciencias. La banda de los jerarcas rojos es la madre de todas las molestias, el peñón en el zapato del vecindario que ha logrado incordiar hasta al bonachón Lula, tan proclive a dejarlo todo pasar entre chanzas y puyaditos en la barriga de sus interlocutores.
Los jerarcas rojos rojitos son hoy causa de honda preocupación entre los países vecinos, para los grandes del sur de la región -otrora sus valedores- y del resto del continente; no porque los gobiernos sean ahora mas buenos que antes, sino por el miedo a que sus votantes los terminen identificando con la enorme irresponsabilidad histórica, la capacidad para arruinar la economía de un país rico en petróleo, y el desmán represivo que ha caracterizado al actual gobierno. Los gobernantes empiezan a preocuparse por las dificultades de otros pueblos, cuando sus reverberaciones les invaden la agenda interna y amenazan con perturbarles la anhelada tranquilidad de sus mandatos. El abrazo entusiasta a su «nuevo mejor amigo» todavía le sigue pesando al presidente Santos, a pesar de sus buenos oficios para propiciar el diálogo en Venezuela.
Poco a poco se hacen más esporádicas las paradas «técnicas» en el país, las reuniones del ALBA para autocelebrarse, las peregrinaciones al cuartel de la montaña. El presidente Rafael Correa se distancia, cortésmente; el presidente Evo Morales va a lo suyo y no quiere que lo confundan; y el rostro permanentemente ceñudo de la presidenta Dilma Rousseff parece decir: «Você abusou. Tirou partido de mim, abusou». El diálogo ha sido una exigencia de los gobiernos de Unasur, los más concernidos por el estrepitoso fracaso del gobierno Maduro y las eventuales consecuencias que podría tener en sus países. (Algún día se sabrán los comentarios privados de los cancilleres).
La oposición debería mantener la presión del diálogo, si permite que se cierre la puerta definitivamente, habrá dejado escapar una oportunidad más de poner al gobierno contra la pared, de obligarlo ante sus colegas a mostrar sus verdaderas intenciones, su talante autoritario y poca disposición para sanar las heridas que ha causado.
Quienes piensan ingenuamente que el diálogo fortalece al gobierno se equivocan. Por el contrario, mientras dure, será una vitrina para exponerlo, para mostrar cuan aislado está en el vecindario, chapoteando en su incapacidad y barbarie.
@jeanmaninat