Por: Carlos Raúl Hernández
La alternativa democrática enfrenta un drama hamletiano. No logra canalizar el descontento…
El debate político está cariado por falsas verdades que mucha gente cree, pero son prejuicios y consejas que ciegan para analizar la realidad. Cierta época fue aquello de que «Gobierno no pierde elecciones» con que los sabios abrían los ojos de los ingenuos que se metían en política. En la medida que la dinámica de la realidad dejaba en ri-dículo la supuesta pragmaticada, se pasaron para el aserto exactamente contrario: «Gobierno no gana elecciones», que duró lo mismo que el anterior o cualquier otro comodín mental. Hoy la chorlitocracia tiene como armas de guerra que «dictadura no sale con votos» y «con ese CNE no se le gana al Gobierno» afirmaciones de insustancialidad sublime, que se han hecho favoritas de aficionados a la política, analistas semi ilustrados, machos del teclado o twiterneitors y mártires de las madrazas de Aventura Mall.
Otra tremebunda es «¡calle, calle, calle!» de aquellos que estudian la política por los noticieros, que ciertamente podrían creer que la caída de dictaduras se debe a que «las masas salieron». Una indigerida información sobre la Primavera Árabe y la caída del gobierno de Ucrania han hecho en ellos un daño cognoscitivo severo. Es para asustarse que los sustitutos de un gobierno desequilibrado y agresivo, sean igualmente desequilibrados y agresivos y cultiven un solipsismo de agitación meramente mental. Pero como no importa lo mal que esté algo y siempre puede empeorar, decía Murphy, a partir de esas estulticias simples surgen una mutaciones, estulticias complejas más peligrosas, la doctrina de la antipolítica, de los que se meten a brujos sin conocer la yerba, pontifican sin la mínima noción necesaria y por lo general naufragan pero entre tanto no dejan de producir estropicios. No se olvide el cuento del «estallido social» de moda en parte de la afición.
Diferencia sin odios
Uno de ellos es conducir sus diferencias con planteamientos de aliados a una inquina personal y moral, como hacen los revolucionarios. Para los políticos democráticos, acostumbrados a las diferencias parlamentarias, los desacuerdos duran un punto de la agenda y un momento, hasta que en otro debate coinciden. Los recién vestidos y aprendices de revolucionarios «de calle» convierten diferencias en dramas maniqueos que encubren cosas sucias, inconfesable. Por eso en general quienes actúan de esa manera no sirven y hacen fracasar los movimientos que pasan por sus manos. Son terribles sus derivaciones intelectuales, especie de silogismos de gran enjundia mental. «En Venezuela no hay democracia», ergo no tiene sentido luchas democráticas ergo esa verdad inconmovible señala un camino unívoco de violencia (de la jeta para afuera) y colorín colorado, no importa que toda la experiencia de la historia universal refute semejante bodrio.
Entonces los sabios dictaminan «con dictadores no se negocia» (?), por eso las conversaciones con el adversario están prohibidas y se envuelven en el siniestro manto de «a espaldas del pueblo» (¿de dónde sacaron que acuerdos entre opuestos tienen que ser en plazas públicas, lo que los haría simplemente imposibles e inútiles? ¿Bolívar y Morillo se reunieron ante cámaras de televisión?) Quien piensa otra cosa, es un «tarifado», «colaboracionista», «agente encubierto del Gobierno» y varias otras. El Gobierno se descompone, suelta pedazos por donde pasa, escribe una historia de incapacidad y barbarie sin igual en el continente.
Es un dinosaurio agónico que destruye todo a su marcha y que no se sabe a ciencia cierta por qué provoca desgracias deliberadamente, una especie de Sansón que derriba el templo para que le caiga encima a él mismo, a todo el mundo y quede tierra arrasada.
Demasiadas distracciones
La alternativa democrática enfrenta un drama hamletiano. No logra canalizar el descontento y convertirse en una esperanza de la nación, que inyecte optimismo sobre el futuro. El país requiere un mensaje de reconstrucción, asociado a forjar una nueva mayoría en la Asamblea Nacional. Una fuerza de cambio necesita inyectar optimismo para obtener el triunfo, como hay cantidades de ejemplos históricos. Violeta Chamorro en Nicaragua, Walesa en Polonia y Yeltsin en Rusia, entre muchos otros, transmitieron la idea de que los sufrimientos serían provisionales y el futuro pintaba esplendoroso. Eso es lo que hay que comunicar a los ciudadanos de hoy, señalar que la puerta de las elecciones está abierta y hay que acudir masivamente a votar.
Basta de esguinces, salidas laterales, puerilidades y culto a una falsa calle, a la que los primeros que no acuden cuando los convocan son los más agitados, y que dejó luto y amargura en 2014. Está más que demostrado que luego del fracaso de las grandes movilizaciones de 2002-2003 las únicas manifestaciones exitosas han sido las electorales, porque son las que tienen objetivo concreto, conquistar el voto.
Una de las demostraciones de la terrible experiencia del 2014 es que ante la indiferencia u hostilidad de la ciudadanía a los llamados a la «¡calle, calle, calle!», solo quedaron brigadas de liceístas dispuestos a sacrificarse. Basta de marchas a las que nadie va y cacerolas sin cacerolazos ¡A ganar las elecciones!
@CarlosRaulHer