Por: Sergio Dahbar
Arnold Schonberg comentó cierta vez que “si supiéramos como se anudaba la corbata Mahler, aprenderíamos más que en tres años de estudios de contrapunto en el conservatorio’’. Lo curioso es que hay gente que se ha tomado esta idea en serio.
Por ejemplo, Henry-Louis de La Grange, millonario estadounidense interesado en la cultura, quien supo desde muy joven que quería estudiar arqueología. No advirtió entonces que lo sería de la vida de un músico, Gustav Mahler(1860-1911).
Corrían mediados de los años cuarenta del siglo veinte y oyó por primera vez la Cuarta y la Novena Sinfonías de Mahler. Ambas le parecieron espantosas. Como si se trataran de caricaturas de una obra mayor. Tuvo que pasar un año para que volviera a oír la Cuarta Sinfonía, interpretada por Bruno Walter, esta vez en disco.
Ese día de 1946 Henry-Louis La Grange decidió dedicarle el resto de su vida a reconstruir hora por hora los cincuenta años, 10 meses y 11 días que duró la existencia de Gustav Mahler. Para este fin adquirió en Viena 10 o 12 libros que se habían escrito hasta ese momento sobre el maestro.
Al mismo tiempo comenzó a estudiar alemán, así como armonía, contrapunto y análisis musical, con una de las pedagogas más importantes de todos los tiempos, Nadia Boulanger.
Mientras, leía los libros sobre Mahler. Ahí descubrió las divergencias que torcían el entendimiento de su personalidad y obra.Entonces se transformó en un Sherlock Holmes de la vida de un músico.
La Grange analizó las partituras, la correspondencia, los testimonios, las colecciones de cartas, y empezó a seguirle la pista a los testigos. Una voz fundamental era Alma Mahler, la esposa del músico, que tenía 76 años y vivía en Nueva York.
Descubrió a una mujer vencida por los años, sorda y alcohólica, que lucía una peluca evidente y un cuerpo que ya casi no le respondía. Sobrevivían intactos sus ojos azules inolvidables. Todos sus maridos habían sido celebridades: Mahler, Gropius, Franz Werfel, Kokoschka.
El encuentro con Alma Mahler dejó a La Grange con demasiadas sospechas. Ella mentía. La segunda testigo fue la hija de ambos, Anna Mahler, escultora, que cuando recibió al biógrafo de su padre se estaba divorciando de su quinto marido.
El tercer testigo fue Bruno Walter, el mayor discípulo, un hombre que sentía ya que había dicho todo lo que podía decir sobre el maestro a través de sus ejecuciones. El cuarto testigo era un sobrino, Alfred Rosé, que había coleccionado quizás el número mayor de cartas de Mahler.
Tuvieron que pasar 20 años para que La Grande pusiera en orden esta catedral de informaciones cruzadas: cartas, documentos, fotografías, confesiones… Lo interesante es que a partir de una frase en una correspondencia inadvertida advirtió algo de lo que nadie hablaba: el donjuanismo enfermizo de Mahler.
Mientras dirigía la Opera de Viena, una de sus tentaciones era seducir cantantes. No importaba que fueron cojas, estrábicas, pasadas de kilos. A todas las amaba con igual pasión. A todas las convencía que alcanzarían la gloria con él.
La Grange estableció cada unas de estas historias, así como el recorrido de deslealtades y mentiras. Para no decepcionar a ninguna, aceptaba tres y cuatro cenas en una noche. Siempre comía.
Para entender la ambición de La Grange, uno de sus objetivos era descubrir con precisión quién le sirvió el desayuno al maestro el 15 de octubre de 1909. O porqué en una mañana soleada de julio de 1905 Mahler alquiló un coche para ir a la Opera, cuando en verdad estaba a tres cuadras.
El año pasado la editorial española Akal lanzó una primera versión en castellano, resumida, de esta obra titánica e insuperable. Merece la pena leerla, con mucha paciencia.