El 4F: desde meses atrás todo el mundo esperaba algo entre paellas y tintos
Y quién encabeza el golpe?»-, pregunté al general Ítalo Alliegro, sentado con otro oficial en las butacas aledañas a la entrada principal del Senado. – «Un paisano tuyo, un teniente coronel Chávez Frías… ¿lo conoces?», -me respondió. Era el 4-F de 1992, día que cambió la historia y había sesión urgente de las cámaras legislativas. Desde meses atrás todo el mundo esperaba el golpe entre paellas y tintos devorados para intercambiar información: nadie debía temer. Era sólo contra Carlos Andrés Pérez y sus ministros. Los juramentados se reunieron con políticos «honestos» y «antineoliberales» de diversos partidos -arcadas nuestras por cada una de esas dos palabras- que junto con los golpistas, serían funcionarios del gobierno de Rafael Caldera dos años después. Era para tranquilizarlos y pedirles neutralidad. Pérez intentaba una reforma que venía con éxito desde Den hasta Cardoso, pasando por Felipe en España.
Pero se necesitaba una élite político-cultural-económica no tan limitada para entender y apoyar semejante cambio. Los plumíferos no pasaban de hacer chistes fáciles sobre el ministro Rodríguez, el «neoliberalismo» y los «tecnócratas sin corazón». Esa mañana en el Congreso las fracciones rechazaron el golpe. El MAS presentó una decente posición, que produjo la ira de J. I. Cabrujas, ocurrente costumbrista convertido en conciencia filosófica de las élites, una especie de Savater autodidacta, que nos dejó un artículo memorable sobre «ese hombrón», Chávez (EDC: 6/2/92). Esa mañana llegaban noticias frescas sobre la lealtad de las FFAA, el coraje de Carratú y el de Pérez al salir estilo Bond en medio de una lluvia de plomo en La Casona, donde quedaba al frente doña Blanca. Habían quebrado el intento.
Triunfo político, derrota militar
Morales Bello lanzó su apasionado grito que acto seguido los sicarios culturales satirizaron. Pese a la valiente actitud de Eduardo Fernández en TV esa madrugada, sobre líderes parlamentarios de Copei pesará la grave responsabilidad de haber convertido al Congreso en un infierno de seudodenuncias y desestabilización. Pérez derrota la logia que quería fusilarlo junto con los ministros, imponer un régimen revolucionario con los «decretos», disolver las instituciones representativas, las organizaciones civiles y establecer justicia sumaria. Pero en pleno descalabro militar, el conato obtiene dos inesperados triunfos políticos: la entrevista en directo del «por ahora». Y que en el crispado ambiente parlamentario, Caldera, uno de los fundadores del orden, justificó las razones de un golpe de Estado que dejó su roja estela en las calles.
Lo hizo a nombre de la pobreza, incompetencia, corrupción del gobierno, que el suyo posterior llevó al paroxismo, igual que el siguiente. Churchill le dijo a Attle que «nada tan peligroso como un político con buenas intenciones». Incierto que Caldera se hubiera encumbrado en las encuestas gracias «al discurso». Ya estaba ahí gracias a la incapacidad de los otros precandidatos para hacer sinapsis frente al programa de reformas económicas. Y autodenominados partidos y grupos de cambio, extrañamente apoyaron a un octogenario que añoraba volver al pasado ante tres candidatos menores de cincuenta años. En los albores del Pacto de Punto Fijo, Copei abrazó al gobierno de Betancourt (59-64) para enfrentar la insurrección e impulsar reformas económicas, y salvó «el experimento democrático». Esta segunda vez se lanza a la desestabilización en vez de sostener la democracia y las reformas, que hubieran llevado el país al desarrollo.
Dos conspiraciones se unen
AD estaba atolondrada. Sus principales dirigentes, para la fecha han dado más de cien declaraciones contra Pérez y luego realizan la insólita ordalía de entregar la cabeza del Presidente -y con ella al sistema- sólo para cebar la fiera. El 4F se alimentó de dos conspiraciones paralelas que confluyen en una célebre reunión en casa de Arturo Uslar. La sempiterna y aburrida de las izquierdas, en este caso la institucional y la revolucionaria. Y la de la derecha tecnocrática siempre enemiga de los partidos políticos. Gerentes, figuras de medios, empresarios, políticos aficionados, estaban convencidos de que al liquidar los partidos saldría su loto, que naturalmente no salió. Los cegaba la frustración (y la sandez) de eternos precandidatos presidenciales de pantalones cortos, niños eternos como Kirsten Dunst en Entrevista con el Vampiro.
Los notables, capitostes culturales envenenados, cebaron el tigre. Todo se derrumbó y las aguas se tragaron las ambiciones de los «relevos» destinados a heredar el sistema. Una telenovela calumniaba en tiempo real a los dirigentes, igual que titulares falsos de primera plana («miles de millones gasta el Congreso en llamadas calientes»). Hoy los responsables vagan a tientas con las manos extendidas, luego de haber arruinado su poder, status y hasta sus propias vidas. Recuerdan el lamento de los condenados en el Réquiem de Wolfgang Amadeus, Confutatis maledictis: Venimos rechazados, malditos, condenados a las crueles lenguas de fuego. Tengo el corazón hecho cenizas. Humildemente te suplico, llámame, sálvame de este final. También el latín traducido al barinés ayudaría a comprenderlos: cachicamo trabaja para lapa («dasypur sabanícola trabaja para agouti paca»)