Si alguien pasó su vida haciendo gargarismos con las palabras pueblo, soberanía, justicia social, oligarquía y demás retórica irredentista que cuando triunfa anuncia tribulaciones, tendría que asumir responsablemente cuando sus esfuerzos cristalizaron en una enorme desgracia colectiva. Efectos perversos los llaman, propios de políticos tontos a los que la extrema torpeza hace que sus actos los alejen de los fines que se proponen. No debe ser fácil dormir tranquilo después de haber hecho tanto daño al prójimo, destruido el bienestar de una sociedad progresista que daba vida decente a sus mayorías, mientras se pone en peligro hasta la integridad nacional. Las revoluciones son máquinas del tiempo que destruyen los avances civilizatorios y conducen los países de regreso a la barbarie. La mejor revolución en la historia es la que no ocurrió.
Son adefesios que siempre dejan dos o tres generaciones destrozadas, condenadas a buscar suerte como parias en países extraños. Dicen que Julio César dispuso que un esclavo le repitiera frecuentemente al oído que él era mortal, y los gobernantes deberían tener uno que les recordara para qué existe el gobierno y para qué están ellos ahí. Sobre todo cuando el resultado de tantos esfuerzos retorcidos es un entorno social de miseria, miedo, desgracia, con desmesuradas posibilidades estadísticas de que a cualquiera le arranquen la vida. La cotidianidad de un ciudadano de un barrio pobre transcurre de la cola a la funeraria. El socialismo es la vía más segura y rápida para destruir la civilización y sumergir los pueblos en la barbarie. El auténtico balance de todos los experimentos revolucionarios es que actualizaron la frase de Thomas Hobbes en 1651: el hombre es el lobo del hombre.
El guardaespalda de todos
Uno de los padres del pensamiento político moderno, piensa que el Estado es una creación artificial, un mal necesario producto de la voluntad y de la inteligencia, cuya existencia por lo tanto necesita explicación y justificación de la filosofía. En condiciones anteriores a su invención, la vida natural, los hombres se encuentran en lucha implacable por la sobrevivencia pues si dos personas quieren lo mismo, y otras dos y otras dos, y no existe mediación, es una guerra de todos contra todos, fieras que se muerden entre sí por bienes escasos. El sistema de gobierno es producto de un acuerdo entre los ciudadanos, una decisión consciente para nombrar un árbitro, por medio de un contrato de civilización política, precisamente para superar la condición de naturaleza entre ellos, la ley de la selva. Cuando no hay autoridad e impera el todos contra todos, la vida de los hombres es «solitaria, tosca pobre, embrutecida y breve».
Fundador de lo que se llama el contractualismo, para Hobbes el Estado ese mal que crean los hombres por medio de un contrato para designar a alguien que los proteja, solo es legítimo si lo cumple. Sin ninguna simpatía llama Leviatán al Estado, nombre de un espantoso monstruo bíblico, porque tenía conciencia de que el poder político es una calamidad, contiene corrupción, abuso, violencia, pero es lo único que puede enfrentarse al peor de todos los males: la anarquía, el caos, la guerra civil, a la que bautiza con el nombre de Behemoth, otro engendro bíblico aun más espantoso. El autor tuvo que refugiarse en Francia por el conflicto civil en Inglaterra en el que ajusticiaron al rey, se asombra de los crueles que son esas guerras fratricidas comparadas con las convencionales.
Cuando el Estado traiciona
Hobbes ni siquiera es propulsor de un régimen democrático, sino de una autocracia a la que justifica el uso de la brutalidad y la violencia si con eso garantiza la paz, la vida y la propiedad de los súbditos.
Pero si no cumple los fines que la legitiman, incluso esa tiranía debe sustituirse por incompetente, inepta, como analiza en el último capítulo del libro. Dice claramente que el causal de remoción de ese monarca aparece cuando es el mismo gobierno quien conspira contra estos tres componentes: la vida, la paz y la propiedad, porque se convierte en uno más de los competidores y deja de ser autoridad por sobre todos.
Se aplica cuando es el mismo poder que destruye las reglas y normas, y tolera que asesinen a los miembros de las fuerzas policiales y militares que las hacen cumplir. La peor tragedia de una nación es cuando sus gobernantes se hacen propulsores del miedo, el salvajismo, la violencia.
La función única del gobierno es proteger a la gente de que le quiten la vida, perjudiquen sus propiedades o sus familias. El Estado existe para garantizar la seguridad, el contexto en el que cada ciudadano pueda buscar su bienestar, y esa es la razón que lo justifica históricamente y que explica su existencia.
Cuando Leviatán se hace depredador, pasa a ser uno más de los factores en conflicto que introducen violencia y desorden y pierde la virtud que lo legitima, la única virtud entre tantos defectos, y que justifica la confianza que se le otorga por medio del contrato que lo mantiene.
La sociedad se encuentra en una situación desesperada porque el factor que gozó de su confianza, se alía con los impulsores de la disolución que la amenaza. Ahí comienza la destrucción.