La fábrica de dientes rotos – Paulina Gamus

Por: Paulina Gamus

Desde que el lunes 11 de julio de 2016, Nicolás Maduro Moros, hastaPaulina-Gamus ese día presunto presidente constitucional de la República bolivariana de Venezuela, designó al General Vladimir Padrino López como súper vicepresidente, súper ministro  y súper todo lo que signifique algún poder político, económico y militar en Venezuela; los analistas políticos nacionales y extranjeros se han devanado los sesos con la pretensión de interpretar el verdadero sentido de esa designación.  Para algunos, los más, se trata de un golpe militar silencioso e incruento. Para los más optimistas y uno que otro adulador de oficio y aspirante a prebendas, Padrino López es una especie de Adolfo Suárez con uniforme. Por consiguiente es el iluminado que conducirá a Venezuela por la senda de una transición serena hacia un nuevo amanecer democrático y con recobrada prosperidad. No faltan aquellos que aborrecen todo lo militar y desde ya lo consideran un dictador con todas las características de los más repudiados desde Juan Vicente Gómez hasta Marcos Pérez Jiménez sin dejar de pasearse por Pinochet y “Chapita” Trujillo.

Que nuestro general  es chavista nunca lo ha negado, pero su nombre de pila -Vladimir- lleva a muchos a sospechar que su vocación comunista es anterior a la del mismo Chávez y le viene en la sangre, es congénita. Seguro lo llamaron así por  Vladimir Ilich, oséase  Lenin.

Es imposible que hasta los más escépticos puedan olvidar la conducta del mismo Vladimir en la madrugada del 7 de diciembre 2015, cuando obligó a las marmotas oficialistas del CNE a reconocer públicamente los resultados electorales de la nueva Asamblea Nacional. Y su actitud el 4 de enero 2016 cuando hizo rodear de militares el Palacio legislativo para que los nuevos diputados, con aplastante mayoría opositora, tomaran posesión de sus cargos sin la amenaza del malandraje peseuvista.

Desde entonces Vladimir ha sido una incógnita. Un día se declara chavista de pelo en pecho, otro dice que Venezuela siempre será libre y soberana pero se hace el loco cuando el 5 de julio, fecha celebratoria de nuestra Independencia, desfilan soldados cubanos con su bandera desplegada en clara señal de que cambiamos una dependencia colonial por otra. Más lo cierto y verdadero es que, después de nombrado en el super cargo con los supra poderes, Padrino no ha dicho nada que permita barruntar qué se trae entre manos; apenas que él  no es amigo o no le gusta el militarismo, lo que viene a ser un absoluto oxímoron.

Sin querer entrar en comparaciones ha vuelto a mi memoria el cuento de Pedro Emilio Coll “El diente roto”, un clásico imprescindible de la literatura venezolana, y también -¿por qué no decirlo?- de la política nacional. Que no se sienta ofendido el super general con superpoderes supragenerales, por transcribir el cuento de marras para refrescarlo a quienes lo hayan olvidado:

“A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña. Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.

Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan. Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico. Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted…

-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.

-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del “niño prodigio”, y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison… etcétera.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar. Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y “profundo”, y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.

Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua. Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar”.

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